Hace unos años una amiga me preguntó si yo sabía lo que era ser un hombre. Le respondí que no tenía ni idea. Hay tantas formas de ser un hombre como hombres en el planeta, pensé, ¿cómo va a haber una sola respuesta a eso? Su pregunta fue el hilito de lana que por fin empezó a sobresalir claramente de la madeja compacta y laberíntica que es el género, y desde entonces no he dejado de tirar de él y de enredarlo y desenredarlo de múltiples maneras para pensar en cómo el género y su fluidez pueden definir quién creo que soy.
Millones de personas en todo el mundo desconfían de lo que las élites de derecha llaman «la ideología de género», esa idea que defiende que el género es una construcción social y un espectro, y que nuestra identificación absoluta con un género concreto viene dada por la sociedad y no determinada por la biología. Meloni dijo hace pocos meses que los defensores del género nos van a despojar de nuestra identidad, azuzando el miedo y la indignación entre quienes consideran la identidad sexual como la columna vertebral de su propia identidad. Y mucha gente piensa como ella. Alrededor de esta fobia al género se condensa un surtido variopinto de ansiedades colectivas que, a menudo, nada tienen que ver con el género mismo, pero que sirven para apuntalar la educación basada en estereotipos de género y discriminar a las minorías que no se reconocen en los patrones tradicionales asignados a hombres y mujeres.
Judith Butler escribe este ensayo en defensa de la igualdad y la justicia de género y sexual. Intenta desenmascarar ese tremendo miedo al género y sus usos políticos para denunciar la censura, la distorsión y la política reaccionaria que potencia. «Derrotar a este fantasma tiene que ver con reafirmar cómo amamos, cómo vivimos en nuestro propio cuerpo, el derecho a existir en el mundo sin miedo a la violencia ni a la discriminación, a respirar, a moverse y a vivir».
Quizá lo más terrible de este movimiento mundial antigénero sea que creen actuar por el bien de los demás. Utilizan una sintaxis incendiaria para acusar al género de ser «la semilla de la destrucción». Este delirio apocalíptico aparece en boca de múltiples actores políticos, desde el papa Francisco hasta cualquier político de derecha y extrema derecha de cualquier país, pasando por las personas que defienden el feminismo transexcluyente.
«¿Cómo es posible que formas de sadismo moral compartido y creciente se hagan pasar por un orden virtuoso?». ¿Que la discriminación, el odio, el asco, la indignación más hirviente vayan contra colectivos que solo quieren que su existencia no esté permanentemente amenazada? En la retórica antigénero y, en general, en las retóricas de derecha y extrema derecha, hay una euforia sádica por liberarse de las restricciones éticas. Se ve hoy en día, por ejemplo, en el rechazo que Israel y todos los países cómplices de sus políticas agresivas demuestran hacia poblaciones minoritarias y ajenas a su identidad. Lo ajeno, lo que encarna lo otro, no merece los derechos universales que la comunidad privilegiada sí merece. Se ha roto el consenso, si es que alguna vez realmente lo hubo, sobre los derechos universales. Hay derechos para los que tienen el poder de imponerlos para sí mismos mientras se los arrebatan a los que consideran extraños. La defensa del yo, de la tribu, de la comunidad cerrada, provocada por el miedo a lo desconocido, y su consiguiente rechazo, es la espina dorsal del pensamiento reaccionario. Un pensamiento que no solo vota a las derechas. Y que no solo ya no se esconde, sino que alardea de su sadismo porque de él obtiene rentabilidad política, como contó Mauro Entrialgo en su libro Malismo. La ostentación del mal como propaganda.
Como ya denunciada Shon Faye en Trans, en la aversión por la diversidad de género late el miedo a la pérdida del poder patriarcal (tanto en el ámbito público como en el privado), a la pérdida de la supremacía blanca, a la pérdida de unos valores asociados al privilegio tradicional. La ampliación de las identidades de género es una de las revoluciones más importantes de nuestro tiempo. Ignorarlas o intentar prohibirlas es un esfuerzo inútil que solo va a crear sufrimiento y enfrentamiento. No van a desaparecer. Son una realidad incuestionable. Y no hay ningún pasado patriarcal imaginario en el que no existan al que volver. Quizá sea hora de aceptar el presente en el que vivimos y el futuro al que vamos. Será mucho más diverso, plural e incluyente que el pasado. Y habrá que celebrarlo.
No tengo ni idea de lo que significa ser un hombre, le respondí a mi amiga. Y, lo que para muchas personas podría ser una declaración de un trastorno de la identidad, para mí es una continua fuente de inspiración y aprendizaje.
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