jueves, 30 de mayo de 2024

LA LLAMADA

¿Qué seríamos capaces de hacer para seguir vivos? ¿Dónde marcamos la línea de la desesperación? ¿Cómo podemos juzgar lo que una persona encarcelada, torturada y llevada al límite de la resistencia puede terminar haciendo para salvar la vida? ¿Fueron cómplices de los nazis los judíos que obedecieron sus órdenes bajo la amenaza de dolor y muerte? ¿Una mujer violada y torturada en un centro de detención argentino durante la dictadura puede ser cómplice de sus captores si acepta obedecerles y si de su obediencia resulta más daño y muerte para otras personas? ¿Hasta qué punto una persona es libre de elegir entre colaborar con el enemigo o morir? ¿Te convierte en una traidora elegir la vida? 

Acostumbrado a la brutal intensidad de los textos cortos de Leila Guerriero, en los que no sobra ni una coma y todo parece calculado para apuntar a la emoción con precisión milimétrica, pensé que este libro tendría que ir dosificándolo para que no me abrumara. Y para nada. Lo he leído del tirón sin poder parar. Es de una fluidez exquisita y fascinante. Eso ejercen el estilo y el tono: fascinación. 

Fascinación por la historia de Silvia Labayru. Una joven montonera de apenas veinte años «embarazada de cinco meses, con una pistola en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso». Así la arrestaron los militares en 1977. Así terminó una vida para ella. Y empezó otra. Las violaciones eran habituales en los centros clandestinos de detención. El cuerpo de las mujeres se consideraba botín de guerra. Como en todas las guerras. Y no hay dudas. La ESMA (la Escuela de Mecánica de la Armada) funcionó durante toda la dictadura argentina como un campo de concentración. Y en un campo de concentración no hay consentimiento posible. 

Por la disociación emocional de la protagonista, tan común después de un trauma tan grande, me ha recordado al retrato psicológico de Claudia Poblete Hlaczik en Tu nombre no es tu nombre, de Federico Bianchini, otra historia estremecedora de la dictadura argentina. Piezas de un puzle del horror que ayudan a comprender lo incomprensible. 

"Los montoneros esperaban mártires cristianos". Toda lucha armada tiende a simplificar la realidad en buenos y malos. Y a exigir que las personas entren en los casilleros estrechos de los arquetipos. Es una exigencia descabellada que poco sabe de la naturaleza humana y de nuestra frágil y voluble resistencia al pánico y al dolor. Los desaparecidos durante la dictadura argentina se consideraban siempre héroes mientras que los supervivientes eran por sistema sospechosos de lo que habrán tenido que hacer para sobrevivir. Sospechosos de delaciones, traiciones y colaboración. Así, parece que solo los muertos podían ser víctimas. Que sobrevivir conllevaba arrastrar la sombra de la culpa. La sospecha de una mancha moral. Los relatos de los supervivientes complicaban la construcción del mito de los desaparecidos como mártires y héroes. Y se vertía la sospecha de que lo que contaban era una forma de encubrir sus complicidades con los ejecutores. Para muchos, lo que contaba Silvia Labayru sonaba a invención y lo que le habían obligado a hacer era en realidad lo que había decidido hacer. 

«Secuestrada. Torturada. encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa». 

Ciertos párrafos se repiten a lo largo de toda la historia, como si fueran poesía, un estribillo o un mantra, un coro griego que subrayara el color, la luz de la tragedia. ¿Cómo transmitir de forma que quien no lo ha vivido pueda entender "el color verdadero del pliegue en el que —todavía— vive el espanto». 

Esta historia se enmarca dentro del fervor revolucionario de izquierdas de los años setenta. Surfeando la ola utópica de mayo del 68, con la cara del Che como bandera, la del movimiento hippie contra la guerra de Vietnam y de la lucha por los derechos civiles contra el racismo, el activismo se volvió violento, se armó y empezó a matar. Los ecos se vieron en muchos lugares: en Irlanda y España desde posiciones de terrorismo nacionalista, en Italia con las Brigadas Rojas, en Argentina con los montoneros. La represión argentina fue atroz y no se pueden equiparar violencias, pero parece que en Argentina no hay debate sobre aquellos años: están los buenos, aquella juventud idealista toda ella víctima, y están los malos, todos militares represores. Y la realidad siempre es más compleja. 

Ha pasado casi medio siglo. ¿Todavía hay gente que quiere leer estas cosas? Sí, sin duda. Hay historias que nunca terminan. Quizá porque en su universalidad apelan a nuestra humanidad más íntima. Y quizá porque cuentan con cronistas de una inteligencia excepcional, como Leila Guerriero. 








lunes, 27 de mayo de 2024

ABRIL ENCANTADO

«Para aquellos que aprecian las glicinias y el sol. Se alquila pequeño castillo medieval italiano amueblado durante el mes de abril». Un anuncio en The Times, dos frases, y las vidas de cuatro mujeres dan un vuelco para siempre. 

Y es que, qué vida no lo daría. Cuando vienes de la grisura húmeda de Londres, la primavera italiana es un paraíso inimaginable. Un paraíso de belleza y luz, de horizontes abiertos, donde cualquier monotonía puede resquebrajarse y desvelar una naturaleza nueva, deseosa de sol y libertad para expandirse y ser feliz. 

Abril encantado es una delicia de belleza, diversión y amor. Y, también, un retrato exquisito de las convenciones en torno al matrimonio en Inglaterra en la década de 1920 desde el punto de vista de dos buenas mujeres que un buen día descubren que llevan toda la vida siendo «inmaculadamente buenas», y que quizá ese no es, al fin y al cabo, el camino hacia la felicidad. 

Elizabeth von Armin hizo con esta novela de ideas un prodigio de delicadeza y de mordaz crítica social en torno al amor y sus ataduras, cuyas indignidades y dependencias nos resultan un siglo después tristemente reconocibles. Y cuyas glorias, desligadas del corsé del matrimonio, son la aspiración más universal del ser humano. Cuando piensas que la moralidad constituye la base de la felicidad, ¿qué pasa si esa moralidad está concebida para no dejarte libertad? ¿Cómo puede la felicidad consistir en ser fiel a unos valores que anulan tu voluntad y tu placer? Y aquí aparece el castillo italiano, San Salvatore, para rescatarnos de la moralidad mezquina como un paraíso en la tierra hecho de flores, de luz y de un sinfín de nuevos comienzos. Un lugar en el que una se acuesta en la cama e inmediatamente se ve «inmersa en un veloz torbellino de sueños brillantes, ligeros y transparentes». 

Por el preciosismo en el lenguaje y la profunda sagacidad en la descripción de la psicología de los personajes, me ha recordado a mi admiradísima Edith Wharton, también devota de los soleados y aromáticos castillos italianos. Quizá la vida no nos permita pasar un mes rodeados de flores y primavera en un San Salvatore, pero podemos leer esta novela y evadirnos de todo y reír y vernos allí, como dice Mrs. Wilkins, de verdad vernos, y soñar con «la felicidad que no pide nada, que se limita a aceptar, a respirar, a ser». 



jueves, 23 de mayo de 2024

PLANETA SOLITARIO

Este libro desprende el humor de las personas buenas. Lees un par de páginas y ya quieres conocer a la autora, soltarle una broma, invitarla a unas cañas (o a un paseo, que aunque estemos en Madrid no todo es consumir). Ya sueñas que es tu amiga y te trata con la misma ironía cariñosa con la que escribe. Que es la forma en que cualquier persona quiere que la traten, aunque no lo sepa. 

Trata sobre viajar y vivir en el extranjero. Sobre la extrañeza de las cosas que nunca has imaginado y sobre lo rápido que lo más ajeno pasa a resultarte familiar. Viajar te ayuda a percibir mejor tu propia pequeñez, y te enseña que todo, desde desayunar hasta doblar calcetines, se puede hacer de otra manera.

«A veces viajar no es más que eso, salir a la calle, dar un paseo, mirar las cosas de siempre como si no las hubiéramos visto nunca». 

Me ha recordado a mis viajes y mis estancias en el extranjero, y ese momento —¡ese momento!— en el que te das cuenta de que la forma de vivir que te enseñaron en casa, con sus normas, sus principios, sus valores, sus rutinas, solo es una forma más de vivir entre millones de otras formas, algunas parecidas, otras radicalmente opuestas, todas distintas y la mayoría muy válidas (por más que les pese a tantas madres). 

Quizá me lo esté inventado, pero hay algo en este Planeta solitario de una carta de amor a las amigas, y también una especie de homenaje al valor del asombro para relacionarse con los demás y apropiarse de la belleza del mundo, la real y la imaginada. Me ha parecido una reflexión simpatiquísima sobre vivir lejos de tu origen y sobre cómo el origen también puede migrar y multiplicarse sin moverse del sitio. 

«Mis palabras preferidas son aquellas que nunca decorarían las paredes de un piso turístico. Palabras que puedes decir muchas veces a lo largo de un mismo día y no solo cuando alguien te pregunta cuál es tu palabra favorita. Palabras con las que llenarse la boca como con un polvorón». 

El placer de leer este libro es como el placer de estar con una voz amiga que secretamente (e imposiblemente) te conoce y te abraza y te habla en un idioma sencillo como las torrijas de tu madre. Tiene toda la gama cromática de la guasa, esos colores imposibles como un cielo de verano que huelen a mar y suenan a palmas y hacen que vivir sea tan fácil como ir en bici cuesta abajo. No hay ni una sombra de seriedad en este libro, y eso no quiere decir que no diga Ana cosas muy serias. Pero las dice con palabras que levantan una ceja y se cantan una jota, y este libro es todo luz y un delicioso reírse de la vida y de una misma. 




lunes, 20 de mayo de 2024

ESTO ES PROPAGANDA VEGANA (Y OTRAS MENTIRAS DE LA INDUSTRIA CÁRNICA)

Este ensayo parte de tres afirmaciones científicas: comer animales es innecesario, comer animales destruye nuestro planeta y comer animales nos enferma. Las tres están respaldadas por cientos de estudios que las corroboran. Hay muchas explicaciones psicológicas e ideológicas que explican por qué la gente come animales, incluso sabiendo que estas afirmaciones son ciertas. Pero cada vez hay más personas que no comen animales, que no quieren pagar para que se someta a un sufrimiento atroz a miles de millones de animales, que no quieren fomentar la destrucción de nuestro medio ambiente y que quieren cuidar mejor de su salud. Este libro es una defensa apasionada, profusamente documentada, de cómo lo que elegimos comer puede mejorar nuestra vida y mejorar nuestro entorno. A mí me ha indignado, me ha emocionado, me ha volado la cabeza. Me ha dado la vuelta. 

La primera afirmación científica, comer animales es innecesario, tiene su vertiente moral: comer animales es cruel. Los animales merecen consideración moral, sus vidas tienen más valor que servirnos de alimento. Empatizar con su sufrimiento es el primer paso para denunciar la crueldad de la que son víctimas y la cosificación que nos permite considerarlos meros trozos de carne que llevarnos a la boca. 

¿Somos verdaderamente tan distintos de los animales? En la película La sociedad de la nieve el dilema moral que ha fascinado a millones de personas consistía en si es licito comerse la carne humana de personas muertas para sobrevivir. Sin embargo, no parece existir dilema sobre comer carne no humana por placer. ¿De verdad los seres humanos son tan iguales a nosotros y los animales tan distintos? Si nos parece atroz comernos a los perros, ¿por qué nos resulta tan natural comernos a los cerdos? Si la respuesta es que es cultural, quizá ya va siendo hora de empezar a cambiar esa cultura. Una cultura acientífica, destructiva y malsana. 

Actualmente el 11% de la población española se considera veggie (vegetarianos, veganos y flexitarianos). Si todo el mundo tuviéramos que ver y oler y escuchar cómo mueren los animales que nos comemos; si nos convenciéramos de que el consumo de carne y pescado es de las conductas humanas más contaminantes y que más contribuyen a la degradación del medioambiente en todo el mundo; si nos enseñaran y quisiéramos aprender que una dieta vegetal reduce el riesgo de cardiopatías, de diabetes y de cáncer, y alivia los síntomas derivados de estas enfermedades, haciendo que dependamos menos de los fármacos para desarrollar una vida sin dolor, entonces estoy convencido de que la mayoría de la población sería veggie

Yo he comido mucha carne, luego menos, luego ya solo pollo y pescado ocasionalmente, y pronto dejaré de comer productos de origen animal por completo. Sé que la mayoría de la gente que me rodea seguirá comiéndolos. Y no habrá nada que yo pueda hacer para cambiarlo. Pero, precisamente por eso, para conciliar lo que creo que es moralmente correcto con la conducta alimenticia de la mayoría, me interesa mucho saber por qué la gente come animales. Por qué los he comido yo hasta hace nada. Ed Winters lo explica muy bien. No es solo porque les guste o por costumbre. Es también por estatus, por la idea (falsa) de que un día sin comer animales es un día sin las proteínas necesarias para una buena salud. Y también es por ideología. Incluso por roles de género. Cuánta masculinidad tóxica, cuánta virilidad necesitada de reafirmación constante nos lleva a los hombres a pedir siempre animales en los restaurantes, como si cualquier opción vegetariana fuera un signo de debilidad, de feminidad, de tío triste y aburrido que no sabe disfrutar de las cosas buenas de la vida. 

Comer animales es lo normal. Es tremendamente difícil dejar de hacerlo y que tu socialización no se resienta. Empezando por tu propia familia. Dejar de comer animales es remar contracorriente. Y la corriente es muy poderosa. También lo era (y lo sigue siendo) cuando empezamos a tener conciencia feminista y nos negamos a perpetuar la desigualdad de género en cada conducta cotidiana. Cuando luchamos por desterrar el tabaco de los espacios cerrados y en 2002 se empezó a advertir a los fumadores en las cajetillas con el mensaje: FUMAR MATA, tras setenta años (¡setenta años!) de estudios alertándolo. En unos años, quizá unas décadas, es muy probable que el mismo mensaje venga por ley en las bandejas de carne. Los estudios no pueden ser más claros y llevan años repitiéndolo. ¿Vamos a esperar setenta años para hacerles caso? 





jueves, 16 de mayo de 2024

CONTRAPASO. LOS HIJOS DE LOS OTROS

Qué descubrimiento. Cómo me ha gustado este cómic. Han sido dos horas de inmersión absoluta en esa posguerra española tan retratada en tantas novelas (ay, Almudena Grandes) que, en los dibujos de Teresa Valero cobra un dinamismo y una fuerza impresionantes. Un periodista cascarrabias con un pasado misterioso, un joven aspirante a gacetillero venido de la modernísima Francia y una ilustradora de revistas con ganas de aventura forman el trío protagonista de este thriller histórico trepidante con sus muertes, sus enigmas y, sobrevolándolo todo, la censura dictatorial de un régimen que, no por mezquino e incompetente, dejaba de ser menos amenazador. 

Debía de ser complicado trabajar en la sección de sucesos de un periódico y tener que lidiar con la censura del régimen. ¿Cómo cubrir la noticia de, por ejemplo, un asesinato de una prostituta si en la nueva España no había "mujeres de mala vida"? ¿Y si la víctima era lesbiana? ¿O un niño robado que, movido por la ira al enterarse de su origen, actuaba contra sus padres adoptivos? Nada de eso existía oficialmente en la gloriosa patria franquista. Y, sin embargo, ¿cómo ocultarlo? La verdad siempre acaba buscando la luz. Y ciertas personas no pueden dormir tranquilas si no se empeñan en hacer que ocurra. 

Por esta historia aparecen psiquiatras que pretenden "curar" la homosexualidad o demostrar el peregrino vínculo entre marxismo y enfermedad mental, es decir, que la ideología izquierdista solo anida en cerebros poco desarrollados y que basta con liquidar a las mentes menos preclaras de la sociedad para erradicarla; policías que interrogan brutalmente a jóvenes detenidos en los sótanos de la Puerta del Sol, edificio que veinte años más tarde pasaría de sala de tortura a sede de la Comunidad de Madrid sin una mísera placa para la memoria histórica; y una alianza tenebrosa de médicos, monjas y familias pudientes que arrebató decenas de miles de bebés de las manos de sus madres (pobres, con mala suerte o contrarias a la dictadura) para hacerles vivir una vida robada que no era la suya a esos hijos de los otros. Violencia esta especialmente cruel y muy extendida en otras dictaduras, como por ejemplo la argentina, como bien lo contó Federico Bianchini en Tu nombre no es tu nombre. 

El dibujo de Teresa Valero me ha parecido muy expresivo, lleno de color y plasticidad, y matices y pequeños detalles muy bonitos, como la escena en el café Fuyma donde trabajó de joven el padre de la autora, lugar del que no se conserva prácticamente ningún documento gráfico, y que Teresa Valero ha reconstruido principalmente con los recuerdos cambiantes de su padre y una ayudita del azar. Ojalá más historias con estos personajes, se merecen una serie solo para ellos, para seguir transitando por los márgenes de la dictadura e iluminar con fogonazos clandestinos la sofocante oscuridad de aquellos años. 





lunes, 13 de mayo de 2024

EL FAMILIAR

Luzia tiene un don. Es un regalo o una maldición, o ambas cosas a la vez todo el tiempo. Mira hacia arriba y para dentro y solo ve un muro: ¿es una cárcel o un palacio lo que la habita? ¿Puede una capacidad excepcional ser a la vez los barrotes de una jaula y la llave que la abre?

Luzia es una criada de origen judío a la que persigue la sombra de la hoguera. La gran armada, esa que llamaban invencible, acaba de naufragar y el rey se revuelve contra cualquiera que sirva de diana de su frustración, ya sea Antonio Pérez, su secretario, o todos esos sospechosos de no tener pureza de sangre que persigue la Inquisición. Luzia lo sabe y prefiere no hablar más que lo indispensable, no llamar la atención, no atraer las llamas de ese fuego, aunque ya esté más que familiarizada con la ceniza y con la desdicha. 

Ha nacido deseando demasiadas cosas: «una cama blanda, ropa de calidad, la barriga llena, un rato de descanso y algunas cosas a las que era más difícil ponerles nombre». Un disparate para su origen humilde. Una quimera para su origen judío. Pero no puede evitarlo, vive con unas ganas locas de «salvarse a sí misma del peso agotador de la humildad». En su joven cabeza bulle un delicioso carácter díscolo y desafiante. Sabe lo que significa bajar la cabeza y rebajarse. Volverse invisible para tratar de evitar los conflictos, los reproches, los gritos. Pero es peligroso convertirse en nada. Confías en que nadie te mire, y un día, cuando te buscas, de ti no queda nada que puedas rescatar. 

«Los milagros eran cosa de la Iglesia, y quienes los obraban eran sus santos, no las criadas de apellido impuro». Pero ¿qué cosa son si no esas melodías que nacen de su cabeza y a veces moldean la realidad? Ella no es santa, por mucho que vaya a la iglesia sus pensamientos giran en órbitas ajenas a cualquier religión. Y, sin embargo, lo que los cristianos llaman milagros en sus manos pueden cambiar el mundo. 

Con una prosa imaginativa y vibrante, Leigh Bardugo nos transporta a finales del siglo XVI en una novela trepidante donde la magia y la historia se entrelazan para formar un cuadro cautivador. Me ha recordado por momentos a Babel, de R. F. Kuang, por la mezcla de historia y fantasía. Y me ha hecho sonreír más de una vez al pensar en el poder invisible de las criadas a lo largo de la historia. «¿Quién ostenta más poder en una casa que la mujer que remueve la sopa, hace el pan y friega el suelo, la que llena el brasero de carbones, organiza tus cartas y amamanta a tus hijos?» Esas mujeres en la sombra de las que siempre han dependido todos los grandes hombres que ilustran con sus gestas los libros de historia. 






jueves, 9 de mayo de 2024

MIEDO

El refranero español es un compendio de sabiduría popular... y de nuestras miserias morales más cotidianas. "Piensa mal y acertarás" es la gasolina mamada desde la cuna que alimenta los motores de las mentes conspiranoicas, tan en auge en todo el mundo. Yo tuve la inmensa suerte de criarme con una madre ingenua (ahora voy con el melón de la ingenuidad), así que no puedo hablar de las delicias de haber crecido con la idea de que la desconfianza tiene premio y de que sospechar constantemente de la mala intención ajena es propio de la gente de bien. A mí me educaron para preguntar y descubrir y cultivar la curiosidad siempre. Para ser bueno y mirar con ojos de niño. Para sentirme aludido por otro refrán (otra perla), "de tan bueno, tonto", y reivindicar mi aspiración a la bondad aunque sea tonta, con el orgullo de quien está convencido de que, por mucho que corra el riesgo de que me engañen, es una forma honesta y constructiva de estar en el mundo. 

La ingenuidad me parece un valor imprescindible. Hay pocas facetas de un carácter más antipáticas que la de quien cree que se las sabe todas y va por la vida advirtiendo a los demás de las posibles mezquindades ajenas. La ingenuidad, como la inocencia, es una membrana frágil que se rompe con facilidad. Y cuesta un mundo recomponerla. Por favor, cultivémosla y cuidémosla como se merece. Nos va la salud, la alegría y hasta la capacidad de convivencia en ello. 

Patricia Simón escribe sobre la ingenuidad como una actitud capaz de crear el mundo cada mañana, de inventar un nuevo principio para cada historia y recorrer cada día un nuevo camino. Es un antídoto poderosísimo contra el miedo. Me ha gustado darle vueltas a esta idea. Ver cómo vuela en mi imaginación. Pensar en mi madre, una gran ingenua y la persona menos miedosa que conozco. Y en esas otras virtudes que nos pueden servir para contener la epidemia de miedo que brota de nuestra incertidumbre más profunda y aspira a gobernar el mundo. Virtudes como la confianza (piensa bien y acertarás), el asombro, la bondad, el buen trato, el civismo, la empatía, la generosidad, la hospitalidad. Y la ligereza, esa cosa con plumas que nos ensancha los pulmones y en la que P. me educa todos los días. «A mayor ligereza, menor miedo», escribe Patricia Simón, y no puedo dejar de asentir. Así lo siento yo. 

La retórica del miedo distingue dos vulnerabilidades enfrentadas: la nuestra, que hay que proteger a toda costa; y la de los demás, que no importa. Y así, rompe nuestra humanidad común y nos hace ver a los demás como enemigos, como agresores potenciales cuyo dolor no importa. «El dolor es real solo cuando consigues que otro crea en él. Si no lo logras, tu dolor es locura». Escuchar el dolor de los demás, prestarle atención y otorgarle la dignidad que merece. A eso aspira Patricia Simón, y en este libro lo transmite maravillosamente bien. 

Qué rápido nos hemos olvidado de lo dependientes que somos de los parias de la globalización. Esas personas con trabajos que durante la pandemia llamamos esenciales. «Esenciales, pero que el sistema siempre ha considerado prescindibles, intercambiables, desechables: los trabajadores y trabajadoras del campo, de la ganadería, de los mataderos, de la pesca; cajeras, reponedoras, limpiadoras; basureros, repartidores, transportistas; cuidadores y cuidadoras en el sentido más amplio de la palabra». Y cómo mejoraría nuestra humanidad si algún día fuéramos lo suficientemente humildes y generosos para asumirlo y reconocérselo. 

Para poder sentir las palabras que describen horrores, para leer «Se iban a morir igual» o «Más de diez mil niños palestinos asesinados por las bombas israelíes en seis meses» y no pasar a otra cosa como si nada, es necesario cultivar la sensibilidad, la mirada atenta y el esfuerzo por comprender que el sufrimiento de los demás también nos atañe a nosotros. Ahora y siempre. 

Patricia Simón ha escrito un libro que lleva a muchos otros libros, que abre muchas ventanas de emociones, de valores morales y de horizontes de humanidad hacia los que caminar. Un libro sobre el miedo, esa jaula que asfixia la vida de tanta gente. Un libro «sobre qué nos atenaza, por qué y quiénes se lucran de la fragilidad que nos provoca estar dominados por esta emoción». 





lunes, 6 de mayo de 2024

CENIZA EN LA BOCA

Léeme despacio, me dicen las mujeres de esta historia. Léeme despacio, que nuestro veneno tiene que inocularse de a poquito. Léeme despacio, despacio, como acariciarías a una fiera de ojos inquietos que no sabes si te puede morder. Y eso hago. Leo despacio. Aunque la historia es urgente y me pide prisa, cierro el libro cada poco y me alejo de la fiera, digiero el veneno. No tiene sentido pasar corriendo por encima de todo este dolor. 

En el corazón de este dolor hay una niña rota por las ausencias de su mamá. Y una mamá rota por la desgracia de una vida sin horizontes, una mujer fea, flacucha, sin gracia, «fea de la voz, fea del sentido del humor», que «nadie en su sano juicio la iba a querer embarazar». Un enigma en torno a esa frase. Un precipicio de silencio. 

«La vida es así: las mamás queriendo abrazar a sus hijas lastimadas y las hijas lastimadas que no se dejan abrazar». No se dejan abrazar porque saben, quizá, que dentro de ese abrazo ha venido siempre la herencia del daño. 

La abuela le dice a la niña: 
«¿Para qué quieres saber quién es tu papá, para qué? Y yo bajaba la cabeza porque no sabía, pero quería saber. No sé qué quiero saber, pero quiero saber, le decía. Y entonces ella volvía al tema: Yo creo que la violaron, yo creo que eso fue lo que pasó, pero ya ves que tu mamá no dice nada y no suelta prenda y no quiere y no va a decir nada». 

En el corazón de esta historia late la xenofobia cotidiana de cada día. Las miradas que dicen: ¿de dónde eres?, ¿de qué país?, como forma educada y amable, e incluso bienintencionada, de dejar claro que tú eres de los otros, de los extranjeros, que tú no eres como el resto, que mientras tengas ese aspecto y hables así, tu origen siempre te va a impedir ser de aquí.

En el corazón de esta historia están las que les limpian el culo a tus padres cada día mientras tú tan feliz con haberlos aparcado en la residencia y verlos dos veces al mes y gracias. Son las que usan el transporte público y rompen las zapatillas de caminar cuando el bus no llega. Son las clandestinas, las de nombres invisibles porque el Estado español no las reconoce ni admite que se asienta sobre su trabajo precario y humillante. Son las que quieres que te agradezcan los trabajos que no les desearías nunca a tus hijos. Son las que no tienen derechos, las de piel oscura, cara distinta, andar esquivo, acento cálido. Son las que sostienen el engranaje de los cuidados, las indispensables durante la pandemia y tan intercambiables y desechables y siempre invisibles antes y después. Son los espejos de nuestro racismo cotidiano, nuestro clasismo espontáneo, los espejos de nuestras miserias en los que hemos aprendido a mirarnos sin ver. 

En el corazón de esta historia vive una familia con su México natal amputado. México no como país, sino como luz, como sabor, como baile y música a todo volumen, como vocabulario perdido en las brumas monocordes de Europa. 
«Yo te amaba, pero tú amabas el mar. ¿Quién llorará por mí si todos están ocupados llorándote a ti?»
Y, planeando toda la historia, todo el dolor, como un ave migratoria huyendo de la vida, está el salto al vacío, el impulso de romper con el dolor, de tragar todo el veneno de golpe, de buscarle los colmillos a la fiera a ver si es que muerde de verdad. Planeando toda la historia, la tentación del vacío: el miedo de que el dolor acabe triunfando sobre la propia voluntad.