Luzia tiene un don. Es un regalo o una maldición, o ambas cosas a la vez todo el tiempo. Mira hacia arriba y para dentro y solo ve un muro: ¿es una cárcel o un palacio lo que la habita? ¿Puede una capacidad excepcional ser a la vez los barrotes de una jaula y la llave que la abre?
Luzia es una criada de origen judío a la que persigue la sombra de la hoguera. La gran armada, esa que llamaban invencible, acaba de naufragar y el rey se revuelve contra cualquiera que sirva de diana de su frustración, ya sea Antonio Pérez, su secretario, o todos esos sospechosos de no tener pureza de sangre que persigue la Inquisición. Luzia lo sabe y prefiere no hablar más que lo indispensable, no llamar la atención, no atraer las llamas de ese fuego, aunque ya esté más que familiarizada con la ceniza y con la desdicha.
Ha nacido deseando demasiadas cosas: «una cama blanda, ropa de calidad, la barriga llena, un rato de descanso y algunas cosas a las que era más difícil ponerles nombre». Un disparate para su origen humilde. Una quimera para su origen judío. Pero no puede evitarlo, vive con unas ganas locas de «salvarse a sí misma del peso agotador de la humildad». En su joven cabeza bulle un delicioso carácter díscolo y desafiante. Sabe lo que significa bajar la cabeza y rebajarse. Volverse invisible para tratar de evitar los conflictos, los reproches, los gritos. Pero es peligroso convertirse en nada. Confías en que nadie te mire, y un día, cuando te buscas, de ti no queda nada que puedas rescatar.
«Los milagros eran cosa de la Iglesia, y quienes los obraban eran sus santos, no las criadas de apellido impuro». Pero ¿qué cosa son si no esas melodías que nacen de su cabeza y a veces moldean la realidad? Ella no es santa, por mucho que vaya a la iglesia sus pensamientos giran en órbitas ajenas a cualquier religión. Y, sin embargo, lo que los cristianos llaman milagros en sus manos pueden cambiar el mundo.
Con una prosa imaginativa y vibrante, Leigh Bardugo nos transporta a finales del siglo XVI en una novela trepidante donde la magia y la historia se entrelazan para formar un cuadro cautivador. Me ha recordado por momentos a Babel, de R. F. Kuang, por la mezcla de historia y fantasía. Y me ha hecho sonreír más de una vez al pensar en el poder invisible de las criadas a lo largo de la historia. «¿Quién ostenta más poder en una casa que la mujer que remueve la sopa, hace el pan y friega el suelo, la que llena el brasero de carbones, organiza tus cartas y amamanta a tus hijos?» Esas mujeres en la sombra de las que siempre han dependido todos los grandes hombres que ilustran con sus gestas los libros de historia.
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