jueves, 30 de mayo de 2024

LA LLAMADA

¿Qué seríamos capaces de hacer para seguir vivos? ¿Dónde marcamos la línea de la desesperación? ¿Cómo podemos juzgar lo que una persona encarcelada, torturada y llevada al límite de la resistencia puede terminar haciendo para salvar la vida? ¿Fueron cómplices de los nazis los judíos que obedecieron sus órdenes bajo la amenaza de dolor y muerte? ¿Una mujer violada y torturada en un centro de detención argentino durante la dictadura puede ser cómplice de sus captores si acepta obedecerles y si de su obediencia resulta más daño y muerte para otras personas? ¿Hasta qué punto una persona es libre de elegir entre colaborar con el enemigo o morir? ¿Te convierte en una traidora elegir la vida? 

Acostumbrado a la brutal intensidad de los textos cortos de Leila Guerriero, en los que no sobra ni una coma y todo parece calculado para apuntar a la emoción con precisión milimétrica, pensé que este libro tendría que ir dosificándolo para que no me abrumara. Y para nada. Lo he leído del tirón sin poder parar. Es de una fluidez exquisita y fascinante. Eso ejercen el estilo y el tono: fascinación. 

Fascinación por la historia de Silvia Labayru. Una joven montonera de apenas veinte años «embarazada de cinco meses, con una pistola en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso». Así la arrestaron los militares en 1977. Así terminó una vida para ella. Y empezó otra. Las violaciones eran habituales en los centros clandestinos de detención. El cuerpo de las mujeres se consideraba botín de guerra. Como en todas las guerras. Y no hay dudas. La ESMA (la Escuela de Mecánica de la Armada) funcionó durante toda la dictadura argentina como un campo de concentración. Y en un campo de concentración no hay consentimiento posible. 

Por la disociación emocional de la protagonista, tan común después de un trauma tan grande, me ha recordado al retrato psicológico de Claudia Poblete Hlaczik en Tu nombre no es tu nombre, de Federico Bianchini, otra historia estremecedora de la dictadura argentina. Piezas de un puzle del horror que ayudan a comprender lo incomprensible. 

"Los montoneros esperaban mártires cristianos". Toda lucha armada tiende a simplificar la realidad en buenos y malos. Y a exigir que las personas entren en los casilleros estrechos de los arquetipos. Es una exigencia descabellada que poco sabe de la naturaleza humana y de nuestra frágil y voluble resistencia al pánico y al dolor. Los desaparecidos durante la dictadura argentina se consideraban siempre héroes mientras que los supervivientes eran por sistema sospechosos de lo que habrán tenido que hacer para sobrevivir. Sospechosos de delaciones, traiciones y colaboración. Así, parece que solo los muertos podían ser víctimas. Que sobrevivir conllevaba arrastrar la sombra de la culpa. La sospecha de una mancha moral. Los relatos de los supervivientes complicaban la construcción del mito de los desaparecidos como mártires y héroes. Y se vertía la sospecha de que lo que contaban era una forma de encubrir sus complicidades con los ejecutores. Para muchos, lo que contaba Silvia Labayru sonaba a invención y lo que le habían obligado a hacer era en realidad lo que había decidido hacer. 

«Secuestrada. Torturada. encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa». 

Ciertos párrafos se repiten a lo largo de toda la historia, como si fueran poesía, un estribillo o un mantra, un coro griego que subrayara el color, la luz de la tragedia. ¿Cómo transmitir de forma que quien no lo ha vivido pueda entender "el color verdadero del pliegue en el que —todavía— vive el espanto». 

Esta historia se enmarca dentro del fervor revolucionario de izquierdas de los años setenta. Surfeando la ola utópica de mayo del 68, con la cara del Che como bandera, la del movimiento hippie contra la guerra de Vietnam y de la lucha por los derechos civiles contra el racismo, el activismo se volvió violento, se armó y empezó a matar. Los ecos se vieron en muchos lugares: en Irlanda y España desde posiciones de terrorismo nacionalista, en Italia con las Brigadas Rojas, en Argentina con los montoneros. La represión argentina fue atroz y no se pueden equiparar violencias, pero parece que en Argentina no hay debate sobre aquellos años: están los buenos, aquella juventud idealista toda ella víctima, y están los malos, todos militares represores. Y la realidad siempre es más compleja. 

Ha pasado casi medio siglo. ¿Todavía hay gente que quiere leer estas cosas? Sí, sin duda. Hay historias que nunca terminan. Quizá porque en su universalidad apelan a nuestra humanidad más íntima. Y quizá porque cuentan con cronistas de una inteligencia excepcional, como Leila Guerriero. 








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