Este es un libro para quedarse a vivir en él. Sé que es una frase hecha, pero no leo tantos libros en los que me quedaría a vivir. Casi ninguno, de hecho, si me paro a pensarlo bien. Las vidas paralelas que me prestan mis lecturas no suelen ser lo que se dice muy plácidas. Hay crímenes, pasados tormentosos, pasiones que acaban como el rosario de la aurora, vidas complicadísimas que me procuran un placer inmenso precisamente porque no son la mía, porque cierro el libro y todo lo que veo a mi alrededor es un paraíso comparado con lo que acabo de leer. Sin embargo, muchos aspectos de este libro no solo están a la altura de lo que ya pasa en mi vida, sino que son parte de lo que quiero que pase. Esta historia, con su candidez, con su inocencia, con su luz, su asombro, su serenidad, su sensibilidad, su transparencia, su belleza, su curiosidad, esta historia es toda ella un ejemplo de las cosas buenas que hacen que la vida merezca la pena.
La autora la escribió en los años cuarenta, en lo más crudo de la guerra, en la mesa de la cocina mientras afuera caían bombas. Y consiguió crear un refugio maravilloso de imaginación, una burbuja de infancia dorada, que sigue brillando en la imaginación de los lectores con la misma dulce intensidad.
Si pienso un poco en la literatura de la época, especialmente en la literatura española, no encuentro nada ni remotamente parecido a esta novela. Todos los escritores que me vienen a la cabeza (Carmen Laforet, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Camilo José Cela, Ramón J. Sender o Buero Vallejo) escriben, con todo el sentido, desde el desgarro, desde la introspección dolorosa y desencantada, nunca desde el amor luminoso y la bondad y la generosidad inocente. Por eso todavía me admira más esta novela, por proceder del mundo en ruinas del que procede y haber salido intacta de él, así de pura y prodigiosa, como si viniera de otro planeta.
Hay muchas escenas de esta infancia feliz, trasunto de la infancia de la autora en la Inglaterra rural anterior a la primera guerra mundial, que se me han quedado grabadas, y que sé que se me irán poco a poco olvidando, cristalizando en esa sensación o ese color con el que recordamos en abstracto muchas lecturas felices. Pero hay una escena que se repite varias veces que no quiero olvidar, porque me ha ensanchado los pulmones y me ha hecho llorar, y por eso la voy a recordar aquí:
Ruan es una niña solitaria que pasa la mayor parte de sus días hablando con un amigo imaginario. Pero un día su padre, un pastor protestante, le dice que ya es una niña mayor y tiene que despedirse de él. ¿Pero adónde irá sin ella? ¿Cómo sabrá ella que estará bien? No encuentra la solución hasta que le cuenta su angustia a David, un amigo un poco mayor que ella, que la escucha muy serio y le ofrece hacerse cargo de su amigo. Lo llevará siempre en el bolsillo de la chaqueta, cerca del corazón, y así se sentirá cuidado y acompañado. Y cuando se despide de ella, con una sonrisa, se toca la solapa, en un gesto que repetirá siempre que se despida de ella, y que mantendrá año tras año, como forma de sostener en el tiempo un vínculo desligado ya de la infancia, un hilo irrompible de confianza, imaginación y amor entre los dos.
Y así recuerdo ahora esta novela. Con la sonrisa de un chico que se toca la solapa de la chaqueta y una chica más pequeña que le devuelve la sonrisa, callados los dos, sin necesidad de decir nada para saber que todo está bien, que, pase lo que pase, el mundo dorado de su infancia está a salvo entre los dos.
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