Después de su monumental La octava vida, la georgiana Nino Haratischwili vuelve con una novela torrencial sobre el impacto del derrumbe de la Unión Soviética en Georgia a través de la mirada de cuatro mujeres que entran en la edad adulta precisamente en los años más violentos de la historia reciente del pequeño país caucásico. La luz perdida me ha emocionado, me ha puesto la piel de gallina, por momentos me ha abrumado de intensidad y de dramatismo, y me ha enseñado una cara terrible (una más) de la lucha por la libertad de un pueblo poco acostumbrado a tener derecho a exigirla.
Con ecos de la tetralogía de Elena Ferrante, la novela sigue las vidas de cuatro niñas nacidas en los años setenta, cuatro niñas con "un palacio entero de promesas" en su interior. Promesas que esperan ser cumplidas, que necesitan ser cumplidas. Y que, poco a poco, se van haciendo añicos una a una sin que parezca que ninguna pueda hacer nada para evitarlo.
Ira, Dina, Nene y Keto. Cuatro amigas. Cuatro piezas de un mismo puzle, cuyo dibujo solo cobra vida cuando están juntas. Cuatro piezas que, sueltas y solas, pierden su significado más profundo. "Supervivientes de un colosal sueño fracasado". Encadenadas al Cáucaso por el idioma, el miedo a lo desconocido y la costumbre. Y aun así, todavía pueden regodearse en los recuerdos felices de la infancia, abrazarse mirando el atardecer o chapotear de madrugada en un parque cerrado, jugar al póquer con el tiempo y pedirle un aplazamiento, revolotear por encima de sus preocupaciones como mariposas de colores y sacudirse todo el dolor como los perros mojados se sacuden el agua. Todavía le sacan la lengua al destino y se empeñan en seguir besando la desgracia, por amarga que venga.
La luz perdida describe una juventud estrecha y asfixiante, hecha de sueños rotos, luto, miedo y violencia. Una juventud que ignora que la realidad pueda ser otra, ignora a lo que tiene derecho. Ninguna de las cuatro protagonistas conoce ningún orden pacífico, ni las normas de una conversación cuidada, más que en el cine y en los libros. Les parecen leyendas en las que la gente se trata con respeto y pasea descalza por parques verdes, se va de vacaciones a países soleados y compra ramos de flores, no para celebrar una ocasión solemne, sino por el puro placer de ver una efímera explosión de color en medio de sus luminosos salones amueblados con elegancia. Leyendas de un mundo en el que los jóvenes pueden seguir siendo jóvenes durante mucho tiempo, en el que se permiten el lujo de buscarse a sí mismos y encontrarse.
Y aun así, a pesar de esa educación en la violencia y en un mundo patriarcal que las encierra en burbujas de pertenencia masculina, su brújula es el inconformismo, la audacia, el hambre de vida. Y admiran a Dina, su compañera perdida, que se mueve y habla y actúa como si no se le pasara por la cabeza la opinión de los demás. Sin cautelas, sin prevenciones ni miedos. Como si no tuviera que amoldarse a ninguna convención, como si no hubiera ninguna atadura social para su comportamiento. En una sociedad en la que todas las personas llevan a cuestas una jaula personal, más o menos asfixiante, ella parece moverse con la embriagadora y aterradora libertad de un animal salvaje en su medio natural, sin barrotes de ningún tipo.
Me ha fascinado el retrato de Dina, en el que más he encontrado a la Lila de Elena Ferrante. Con esa ligereza, esa desenvoltura poderosa. Sin la actitud titubeante de los que caminan por la vida con inseguridad, siempre temerosos de caerse, siempre atentos a los miles de peligros que acechan en su cabeza enjaulada, siempre incapaces de imaginar la cantidad de vida que hay fuera de sus barrotes.
A pesar de que me ha sobrado cierto dramatismo, me parece que Nino Haratischwili es una maravillosa contadora de historias y logra unas descripciones psicológicas de los personajes que hace que no puedas olvidarlos fácilmente. Cada uno de ellos desfila por estas páginas con una viveza asombrosa, parece salir del libro y reivindicar a mis ojos su propio protagonismo, como si quisiera ser dueño de un libro entero para sí. Y cada uno lo merecería.
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