Tienes que leerla, tienes que leerla, me repetía mi madre este verano, cuando, después de acabar esta novela monumental no podía dejar de pensar en ella. Y yo veía sus 1003 páginas y decía sí, sí, claro, y nunca me decidía a empezarla. Me asomaba a ella. Leía la contraportada y la biografía de la autora. Agarraba el volumen con las dos manos (con una sola casi te haces daño) y me decía: el mes que viene. La veía como un río turbulento de agua helada. Y no me equivocaba. Lo que no podía intuir era que una vez dentro no me iba a apetecer nada volver a la orilla. A ninguna orilla. Y que dejarme arrastrar por esta corriente (quién sabe adónde) ha sido una de las mejores decisiones lectoras que he tomado este año.
Esta es una novela hecha de intuiciones, no de certezas. La historia arranca en el año 1900 y le sigue el rastro a seis generaciones de una familia a lo largo de un siglo escalofriante: un siglo rojo, violento y despiadado. Georgia, ese país caucásico que a muchos nos cuesta ubicar en un mapa, es el telón de fondo, y a la vez el protagonista indiscutible de esta historia. Minúsculo vecino de la todopoderosa Rusia, soleado y acogedor, amable y corrupto, siempre víctima del imperio de los zares, y luego de los bolcheviques, zarandeado y enjaulado tras el telón de acero, siempre soñando con otros continentes más abiertos al otro lado de su idílico Mar Negro.
Con una fuerza y un aliento herederos de la mejor tradición literaria rusa, el tema central de La octava vida es la familia. Una familia herida por las guerras y los secretos. Herida de un amor que es como "un veneno lento e insidioso, pérfido y embustero, un velo arrojado sobe la miseria del mundo". Un amor que nos lleva al Moscú de las purgas estalinistas, al Leningrado sitiado por los nazis, a la Primavera de Praga, al Londres de los espías. Un amor que sobrevive a torturas y silencios, a exilios y muerte. Un amor alimentado por la memoria tenaz de unas mujeres para las que las historias familiares son el legado más íntimo y valioso que traspasar a sus descendientes. Un amor bendecido por una receta secreta de chocolate caliente transmitida de generación en generación, capaz de otorgar una dicha abrumadora y única a la vez que de condenar a una oscura maldición a quien se entrega a su placer.
Estamos hechos de historias. De historias que hemos vivido, pero también de las historias de nuestros padres, tíos, abuelos. Y, sobre todo, de las de nuestras madres, tías y abuelas, que siempre han velado por ellas con más mimo y han sabido valorarlas mejor que sus compañeros varones. Historias contadas en voz baja en cocinas apagadas, en forma de cuentos para antes de dormir, en viejos cuadernos llenos hasta los márgenes de letra redonda y temblorosa. Todas las historias de nuestras familias conforman las nuestras, les sirven de molde, acogen su volumen. Esa tradición oral depositada en nosotros nos atraviesa e ilumina los gestos, las expectativas, las sensibilidades, los miedos. Nos da un hogar común y un lugar único en el mundo. Un hogar que no tiene por qué ser siempre un lugar físico. A veces no es más que un estado de ánimo. El tacto de la arena mojada de la playa cuando hundes mucho las manos. Una risa en la que te reconoces. El estribillo de una canción. La novela lo cuenta: "la infancia se guarda en las propias costillas, en la raíz del pelo, detrás de las orejas y en la risa".
La octava vida es un intento de explicar una familia a través de sus historias secretas. Quizá porque, en palabras de la narradora, "Georgia es un país que siempre se ha mirado a sí mismo con ojos ajenos", la autora ha querido encontrar unos ojos propios con que mirarse. Y vaya si los ha encontrado.
Promete mucho este también, me encantan estas novelas río que atravisan países y generaciones y nos cuentan la Historia a través de historias. Me ha recordado a otra reseña vuestra reciente, la de "Volver la vista atrás". El reto es leer un libro de mil páginas, como cuando uno era (más) joven ;-)
ResponderEliminar¡Saludos!
Es un reto fantástico. Y la magia del libro es que las mil páginas pasan en un suspiro.
Eliminar¡Felices fiestas!