Empecé en enero del año pasado. Me dije: es el año de Galdós, vamos a empezar por el principio. Y como Galdós es demasiado bueno para tener un principio, decidí que había que ser valientes y empezar a hincarle el diente a su obra más grande. Uno al mes, con dos meses de comodín para descansar, y en poco más de cuatro años me liquido sus episodios nacionales. Y aquí estoy, a un día de terminar este 2021 para rendir cuentas de cómo Galdós me ha llevado mes a mes por todo el infausto reinado del más infausto rey que ha tenido este país y cómo he disfrutado, un año más, cada minuto de lectura en su compañía.
Tras la vuelta de Fernando VII a España tras el fin de la Guerra de la Independencia, empiezan las tensiones entre absolutistas y liberales, entre los que abogan por el poder de la Iglesia, la realeza y la Inquisición para salvar el país de la anarquía, y los que apuestan por el ideal ilustrado aprendido de los franceses para sacar a España del atraso y de la ruina.
Y, por encima de cualquier ideología, la omnipresente corrupción, que Galdós describe con tan agudo deleite que parece que esté saboreando un banquete: "Gastar lo propio y lo ajeno, vivir a lo príncipe, y después encastillarse en la grandeza y dignidad de los títulos nobiliarios para rechazar el pago de las deudas como una ignominia... ¡Oh, qué delicioso país y qué incomparable gente!"
Y el humor, el humor, el humor siempre. Es algo que me fascina en estos diez libros. Aun en los capítulos más terribles asoma siempre la luz de la ironía y de la hilaridad, el placer al describir los momentos absurdos que sazonan la vida. Por ejemplo, la ironía torrencial de Memorias de un cortesano de 1815. Todo el episodio es una parodia perfectamente creíble de la forma de pensar y actuar de los funcionarios trepas y corruptos de la corte de Fernando VII, que amasan fortunas en nombre de la "monarquía absoluta, de la religión santísima y del sagrado mangoneo". Una sátira gigantesca sobre la forma de pensar de esa camarilla ambiciosa y reaccionaria que tiró por tierra la Constitución de Cádiz y que consideraban la democracia y la libertad como ideas diabólicas cuyo fin era la destrucción definitiva del mundo católico. Galdós siempre me ha parecido un maestro en pintar lo trágico a través de la burla y el esperpento, anticipándose en varias décadas a Valle-Inclán.
Describe maravillosamente bien cómo ni un bando ni otro pensaba que pudiera haber alguna forma de diálogo o de consenso entre sus posturas enfrentadas: "Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque, si las abrimos con ganzúa o con su propia llave, quedarán en pie y volverán a cerrarse". La historia les enseñaría que ni siquiera con las puertas rotas la tiranía absolutista se rendiría y que correría rauda a construirse unas nuevas con las que dejar fuera durante otros muchos años las ansias liberales.
Y, como en la primera serie, lo mejor a menudo son los personajes femeninos. La Jenara de Los Cien Mil Hijos de San Luis y, sobre todo, la Solita de toda la serie, conmovedor retrato de la abnegación y el sacrificio y la dulzura, un carácter más flexible, paciente y resistente que cualquiera de sus compañeros varones.
La historia de esta segunda serie es la de un conflicto permanente alimentado por el odio entre los que creían en una política constitucional de garantías liberales y los que se aferraban al absolutismo del Antiguo Régimen. Una cultura de la persecución política y de la muerte, promovida por Fernando VII y su "programa de sangre y exterminio", con el lema "vale más ser verdugo que víctima, o ellos o nosotros. ¡Viva el Rey Absoluto! ¡Vivan las caenas! ¡Muera la nación!". Una lucha violenta y fraticida entre tradición y progreso que, jalonada por guerras, revoluciones y dictaduras, sigue dictando la vida política dos siglos después.
El símbolo más claro de que todavía arrastramos lastre de aquel Fernando VII es la persona de Juan Carlos, otro Borbón corrupto apoyado por la derecha y la Iglesia. ¡Cuánto nos queda por superar!
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