Hay en el anonimato algo que me seduce. No saber nada del autor o de la autora que ha escrito lo que estoy leyendo, no tener una cara, un cuerpo, una biografía, ni un solo dato que pueda influir en la historia, en mi forma de verla y entenderla, me parece liberador e insólito. Qué placer no saber nada de ella (o de él) y que sus libros llenen todo el espacio. Qué placer que algo me pueda gustar por sí mismo, sin filtros, sin la ayuda (o el inconveniente) de la figura pública de su autor, con todo el ruido que produce. Hay autores que enriquecen sus libros con su conversación o con sus opiniones públicas sobre los temas más diversos. Pero la mayoría, me parece a mí, intervienen demasiado en su literatura, no paran de opinar sobre ella, de llenarla de datos, de justificaciones, de enarbolarla para las causas más dispares y acaban por convertirla en algo inapropiable, en algo solamente suyo que a nadie más que a ellos puede pertenecer.
Elena Ferrante es un misterio. Su identidad está solamente en lo que escribe y ha decidido vivir al margen del mundo literario, lejos de sus focos y su agobio y la obligación de crearse un personaje que represente sus libros. Y este anonimato me ha permitido que sus libros me gusten de una manera más directa, quizá, que otros. Que no tengan dueño conocido, que vengan solos, sin embajador, me ha hecho apreciarlos sin interferencias. Se han vuelto más míos a través de mi lectura. Ahora ya me pertenecen. Gracias, Elena Ferrante, seas quien seas.
Los cuatro libros de esta saga tratan sobre la amistad entre dos mujeres, desde que son niñas en el Nápoles de los años cuarenta hasta que en 2010 una de ellas desaparece sin dejar rastro. Toda la historia es un monumento a una amistad femenina hecha de rivalidad, amor, necesidad y mil sentimientos encontrados que se van desarrollando a medida que las dos niñas van creciendo. Elena y Lina, las dos protagonistas, pasan toda su infancia juntas, se retan, se desafían, se apoyan, se traicionan, se pelean, se odian y no paran de buscarse, de ceder a la atracción que sienten la una por la otra. Elena es incapaz de reacciones violentas, y por ello, capaz de ser perfectamente infeliz entregada a un rencor tranquilo. Lina es volcánica y turbulenta, y por ello, va sembrando discordia y removiendo pasiones allá donde va. Ambas se atraen y se repelen, se asoman a la vida de la otra constantemente para enriquecerla, para contaminarla, para darle sentido para bien o para mal. Necesitan verse, aunque la vida las lleve en sentidos opuestos, para "oír el sonido loco del cerebro de la una resonando dentro del sonido loco del cerebro de la otra".
Elena y Lina se crían en un barrio violento que determina su existencia. Un mundo en el que los hombres tratan a sus mujeres como posesiones que pueden golpear y violar para "reeducarlas". Un mundo de reyertas callejeras, de insultos, de amenazas, de generosidades extravagantes y emociones a flor de piel. El barrio es sólo un barrio más de una gran ciudad pero sus límites están claramente marcados por el dialecto, como si el lenguaje y la forma de utilizarlo fuera la alambrada que encierra a las dos amigas dentro de la cárcel en la que han nacido. Una cárcel de la que sólo puede intentar huir a través de la escuela, estudiando, leyendo y aprendiendo un italiano que les abra las puertas de otras vidas. Porque ambas saben que el barrio no puede prevalecer. Tiene que haber una salida a la violencia, la vulgaridad y el dialecto soez y perverso con el que se atan las conciencias y las sensibilidades. El barrio es una enfermedad que asedia los cuerpos y embrutece la mente y ambas se pasan toda su vida buscando una salida, desde dentro y desde fuera de sus límites, a esa cárcel intangible. Quieren otra cosa, pero no saben qué. No tienen adónde dirigir sus anhelos. Las niñas que nunca han salido de Nápoles sienten confusión, anhelos sin una meta concreta. Son animalillos atrapados que conocen su jaula pero nunca la han visto desde fuera y no logran encontrar la perspectiva que les permita abrirla. Miran la libertad exterior en los libros, sin entenderla, sin pensar que pueda realmente ser para ellas.
He leído estos cuatro libros con la avidez con la que se devora un producto adictivo. Me ha pasado algo parecido a lo que experimenté con Knausgard. La fluidez del relato está tan bien conseguida que a veces me olvidaba de que estaba leyendo. De que era una historia inventada, contada por otra persona, construida de una forma literaria y, por lo tanto, artificial. La naturalidad del relato es verdaderamente asombrosa, parecida a la naturalidad de Knausgard al contar su vida con esa desmesura en las descripciones que lo vuelve todo real, palpable, verdadero. Ferrante nunca abusa de las descripciones, es fluida y ágil de una forma prodigiosa, y la aparente trivialidad de los acontecimientos contrasta sin cesar con la riqueza de la vida interior de estas dos mujeres que dominan la historia con sus vidas entrelazadas.
Libros como estos dan sentido al hábito de leer. Enriquecen hasta límites raros. En el primer libro, Elena dice, refiriéndose a su relación con Lina, que sentía "miedo de que al perderme trozos de su vida, la mía perdiera intensidad e importancia". Con libros como estos a veces he sentido esa misma dependencia. Como si al perderme sus historias, mis historias fueran menos mías, menos verdaderas.
Menos mal que no me he perdido ningún trozo de las vidas de estas dos mujeres, que nada se me ha escapado y que puedo volver a ellas siempre que quiera. Y ahora, a procurar que no se me escape ningún trozo de vida importante de las que me rodean.
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