lunes, 17 de abril de 2023

ELIZABETH FINCH

"Ella decía cosas, tú no las entendías, pero las recordabas, y años después cobraban sentido". Qué maravilla encontrarte con personas así. Y qué terrible que con la mayoría de personas que dejamos de ver ocurra lo contrario: dicen cosas que entendemos perfectamente mientras se quedan con nosotros, cosas que pierden todo su sentido cuando se van. Quizá sea porque solo nos ven en la medida en que necesitan algo de nosotros. 

Elizabeth Finch es una profesora capaz de dejar una huella permanente en sus alumnos. Y esta novela erudita y sin historia es su homenaje. Un homenaje en el recuerdo con el objetivo de mantenerla viva, porque es dolorosísimo dejarla ir, permitir que coagule en la memoria en forma de una serie establecida de anécdotas. 

Las palabras que usamos pueden ser pinceles que nos pintan. Decantarse por el estallido sin forma de un color o por la precisión delicada de un perfil puede definir un carácter, una forma de estar en el mundo y de tratar a los demás. Despertar una emoción es fácil: cualquier brocha gorda con el pigmento suficiente puede hacerlo. Sembrar ideas que germinen ya es otro cantar: requiere paciencia y observación, y la sutileza necesaria para sugerir y seducir con la ambigüedad de lo posible. 

Esta novela trata más temas, además del homenaje a la profesora ausente. Curiosamente, el origen del cristianismo y su afán por acabar violentamente con los aspectos de la cultura clásica que no encajaban en la nueva doctrina está muy presente, sobre todo a través de la figura de Juliano el Apóstata. Lo cual me ha interesado mucho y me ha recordado a La edad de la penumbra, un ensayo estupendo de Catherine Nixey, sobre cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico y configuró buena parte de los prejuicios y represiones emocionales de nuestra cultura hasta hoy. Pero lo he leído y disfrutado por otra cosa. Y es que yo tuve un profesor como Elizabeth Finch. 

Sí, yo tuve un profesor (al menos uno, con seguridad), como Elizabeth Finch. Con la capacidad de sembrar ideas en mí sin la pretensión de imponerlas. Era secreto y apasionado. Hablaba más con las manos que con las palabras. Parecía serio hasta la misantropía, pero cuando sonreía al final de una frase parecía que alguien acabara de subir todas las persianas del aula. Ante cualquier problema, su primera reacción era una pregunta y no un juicio. Me enseñó el valor de la curiosidad. Y la necesidad de alejarse de las emociones en las que enraízan las convicciones más profundas para poder entender desde qué lugar hablan aquellas personas con las que no estás de acuerdo. 

Con él aprendí que la compasión también consistía en hablar midiendo las palabras y prestando atención porque cada frase puede esconder un filo hiriente. La compasión, en sus clases, exigía templanza para adecuar el discurso a quien te escucha y generosidad para entender que cualquier palabra está de más si no hace germinar una respuesta. Por supuesto, todo esto lo entendí después, pero recuerdo muchas de sus clases con precisión fotográfica y filológica. Y recuerdo cómo me hacía sentir. Quizá por eso lo quería. Por la persona en la que me convertía cuando salía de sus clases, por quién era yo cuando estaba con él. Por el privilegio de que alguien abriera ventanas en mi cabeza con semejante delicadeza. 

Me he acordado mucho de él leyendo esta novela. Quizá por eso la he disfrutado tanto. Por el espejo que me ha dado de mi propia historia de amor con un profesor. Como cualquier historia, soy consciente de que en mi recuerdo he construido a un personaje que, como también cuenta Julian Barnes a propósito de su querida Finch, he embellecido e idealizado. Pero también en eso consiste su legado. En dejarme la huella y mis ganas de seguir ampliándola para que me muestren por dónde puede seguir ese camino. 





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