lunes, 22 de marzo de 2021

LLÉVAME A CASA

"Ellos habían venido al mundo no a hacer florecer sus respectivas individualidades, sino a pasar un testigo, proyectando así su linaje campesino hacia un futuro abstracto pero, para el padre y la madre, incuestionable. Y llegó Juan, sin hijos a la vista, y les dijo que se quedaran con el testigo. Que lo dejaran encima del televisor, sobre el paño de ganchillo. Que hicieran con el testigo lo que les diera la gana, que él se marchaba". 

Con este simple párrafo, Jesús Carrasco describe la fractura que han vivido tantos miles de familias españolas con la emigración del campo a la ciudad en los últimos sesenta años y que ha cambiado radicalmente la forma de entender las relaciones entre padres e hijos y toda la idea de responsabilidad dentro de la familia. 

Esta novela te sacude, te zarandea. Te dice: mira, ahí están tus padres, tan sólidos, tan inamovibles y ancestrales como las montañas y los árboles milenarios. Y tan necesitados de tu apoyo y tu cariño, aunque su forma de entender el mundo te parezca que haya caducado, aunque su lenguaje y su obstinación no los entienda ya nadie que no sea de su generación, igual que ya nadie excepto ellos dicen perras y duros como si el siglo XXI no hubiera terminado de llegar para ellos. Aunque necesites romper los vínculos cuando se vuelvan asfixiantes y airear tus raíces en tierras menos compactas, menos duras y pesadas. Ellos envejecen, enferman, se repliegan, y es responsabilidad tuya cuidarles, y poner tu proyecto de vida en pausa, si es preciso, para devolverles lo que en su día recibiste. Saldar esa deuda. 

Esta novela de Jesús Carrasco abandona los escenarios apocalípticos y extraños de Intemperie y La tierra que pisamos y nos sitúa en un pueblo de la provincia de Toledo, uno de esos pueblos de los que la juventud ha desertado y cuyos habitantes ven pasar su vejez rumiando sus reproches hacia esos hijos que no les visitan. Esos hijos que no se sienten interpelados por el bienestar emocional de sus padres. Que no se sienten responsables porque han aprendido a verlos como discapacitados emocionales. Esos padres, educados en la guerra y en el hambre, "entregados al trabajo en las fábricas, en las tierras y en la casa como única manera de estar en el mundo, sin espacio para otra cosa que no sea asegurar primero el pan y luego algo de herencia". 

Padres que no saben dirigirse a los demás "con la limpieza franca del amor, sino a través de los laberintos del miedo". Y que educaron a sus hijos en la rudeza de no dar nunca las gracias ni pedir las cosas por favor, porque en la familia hay confianza. Una confianza hecha de pudor, de contención, de silencios, de mirar hacia otro lado con disgusto cuando alguno se sale del guion y suelta una lágrima o expresa imprudentemente una emoción con palabras. 

Esta novela te sacude, te zarandea. Porque tras los padres que describe están los padres o los abuelos de casi todos nosotros, hombres y mujeres que esconden tras su natural brusquedad la necesidad de saber que cuando empiecen a perder pie sus hijos van a acudir a sostenerlos, una ilimitada necesidad de apoyo y de cariño que a las generaciones más jóvenes a menudo nos cuesta mucho ver. 

Me ha parecido maravillosa la poesía de esta novela. Poesía contenida y precisa, que cincela las escenas y perfila lo cotidiano con una belleza profunda y sencilla. Y convierte esta turbia historia de familia y enfermedad en una historia de amor, amor contra el silencio y la represión emocional, porque aunque la vida se diluya a la par que la memoria "hay que revolcarse por el suelo en la pelea, gritar para espantar el miedo, romperse la voz y los puños defendiendo lo que amas". 




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