Lutie Johnson piensa que es joven y fuerte y que nada se le va a resistir. Confía ciegamente en el sueño americano, ese que dice que si te esfuerzas lo suficiente y planificas bien tu vida, ganarás dinero y serás feliz. Trabaja para una familia blanca y sólo ve a su hijo cuatro días al mes, pero gracias a ella salen todos adelante. Tiene agallas, tiene orgullo, responde con una mirada desafiante a los silbidos admirativos de los hombres que acompañan su paso resuelto por la calle y piensa en el futuro como un libro en blanco por escribir. Un libro en blanco que ella, con su bella mano negra, pudiera escribir. Un libro en blanco como un sueño: el sueño americano.
Pero el sueño americano, con su énfasis en el esfuerzo y la igualdad de oportunidades, desgraciadamente no está al alcance de todos los americanos. Y si no, que les pregunten a todas esas mujeres negras que se pasan todo el día limpiando y cocinando en las mansiones de los blancos, para volver a casa y seguir limpiando y cocinando toda la tarde y la noche para los suyos. Mujeres que llenan las aceras sucias y bulliciosas de Harlem, cargadas con las compras, caminando con pasos lentos y precavidos para tratar de amortiguar los pinchazos en sus pies hinchados. "Cargadas y exhaustas mientras sus maridos deambulan por el barrio bien vestidos, relajados y ociosos, o se apuestan a la entrada de algún edificio para ver cuál de las muchachas que pasa por delante ocupará el lugar de la parienta que se tira el día entero fuera de casa". Y es que, ¿qué otra cosa podía hacer una mujer cuando su marido no encontraba trabajo? ¿Dónde queda el sueño americano cuando ese libro en blanco que cada una de esas mujeres iba a escribir está ya lleno hasta los márgenes de las mismas palabras: trabajo, agotamiento, humillación, suciedad, pobreza, suciedad, pobreza, pobreza?
La historia transcurre en Harlem, el barrio negro de Manhattan, un gueto sucio, inhóspito, violento y deshumanizado. Y más concretamente, en la calle 116, el personaje principal de la novela, una calle atestada de gente dañada y herida por toda una vida de humillación y servidumbre que no sabe desahogar su frustración más que en el alcohol y la violencia. La calle se hace cargo de los niños mientras las madres trabajan. Y los educa en su escuela, la más despiadada y salvaje escuela a la que los niños tendrán la oportunidad de asistir. Una escuela que les enseñará prácticamente todo lo que necesitarán para sobrevivir en el mundo y de la que la mayoría no logrará salir jamás.
Estamos en 1944, en plena guerra mundial, y cuando uno de los personajes blancos se pone a animar a un empleado suyo negro a unirse en la lucha por el bien de su país, no termina de entender por qué éste se encoge de hombros y le mira con rabia. Una rabia que se pregunta por qué iban a luchar ahora por un país que lleva toda la vida humillándolos y despreciándolos. Al fin y al cabo, por qué luchar contra los alemanes, si "lo que están haciendo ellos ahora en Europa se lleva haciendo en este país desde que existe".
La calle, fantásticamente traducida por Íñigo F. Lomana, es la novela más poderosa y rotunda que he leído en muchísimo tiempo. Trata de pobreza, de racismo y de machismo. Tres violencias superpuestas contra las que es prácticamente imposible rebelarse. La realidad que describe Ann Petry es un abismo aterrador. Un abismo al que la mayoría no estamos dispuestos a asomarnos y que sigue existiendo, maquillado y embellecido por un siglo XXI de aparente progreso, pero en esencia el mismo.
Escrita en 1947, La calle vendió más de un millón de ejemplares y se convirtió en un fenómeno social. Es un clásico estadounidense que da un puñetazo en la mesa y grita basta. Basta ya de condenar a las mujeres a esta espiral de violencia. Basta de vender un sueño americano que sólo pueden hacer realidad aquellos que nacen con la piel blanca y muchos ceros en la cuenta del banco.
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