He terminado esta novela (¿de verdad es una novela, Bibiana?) con muchas ganas de que continuara. Quería seguir ahí, con la narradora. Quería saber más de su madre, más de su carrera de Filología, más de su relación con sus alumnas, del vértigo de hacer lo que hace y ser lo que es viniendo de donde viene. He terminado esta novela deseando que estas yeguas exhaustas de tanto galopar se tomen un descanso, porque lo merecen, y después que me vuelvan a llevar al galope por la continuación de esta historia. Porque el hilo que me ha hecho internarme por este laberinto no se puede acabar tan pronto.
El laberinto de esta historia está hecho de precariedad y nos cuenta cómo haber nacido entre los de abajo lo determina prácticamente todo en tu vida. Y el hilo que nos guía por él es una historia de maltrato físico y psicológico contra el que la narradora carga con todas las fuerzas de su inseguridad, su ironía y sus ganas de que su historia no esté determinada por la sombra alargada de lo que se supone que puede conseguir.
Es una historia universal y no conozco a nadie de mi generación que no le resuene. Creo que casi todos nos hemos educado, sobre todo los que crecimos en esa cada vez más precaria y engañosa clase media, en la idea de que podríamos conseguir todo aquello que nos propusiéramos. Que bastaba con querer, con esforzarse. Con desearlo muy fuerte y sudar la camiseta. Pero nadie nos habló del impacto de la herencia familiar en nuestra vida. Nadie nos dijo que las expectativas de nuestros padres marcarían tan profundamente nuestro camino, y que lo que ellos no fueran capaces de imaginar nos costaría el doble poder apropiárnoslo como forma de vida. Nadie nos dijo que la meritocracia era un mito. Y cuando abrimos los ojos y nos dimos con el techo de hormigón de nuestras limitaciones heredadas, empezamos a entender la vida de otra manera.
La narradora de esta historia nos habla de su inseguridad, de su incapacidad para aspirar con naturalidad a lograr lo mismo que sus supuestos iguales, de las expectativas capadas por el conformismo endémico aprendido en casa (eso no es para gente como nosotros). Nos habla de la vergüenza que a menudo siente por sus orígenes, una vergüenza no provocada por sus orígenes en sí, sino por el impacto que supone darse cuenta de que esos orígenes la señalan y la aíslan. Nos habla de la incomunicación con los padres que no entienden nada de lo que es y de lo que hace, de la dificultad para moverse en ambientes nuevos con soltura y naturalidad, del síndrome de la impostora (que me ha llevado a leer inmediatamente No lo haré bien, de Emma Vallespinós, benditas lecturas que se ramifican en mi cabeza), un síndrome que a casi ninguna mujer le sonará ajeno y que lleva, por ejemplo, a sonreír con orgullo cuando alguien con poder se apropia de tus ideas en lugar de protestar por la usurpación.
Cada página me ha resonado de formas muy diversas. Por ejemplo, cuando habla de que nosotros somos nuestros más eficaces censores. "La dictadura del miedo a perder el sustento nos hace quedarnos calladitos". Y sigue: "Esa cultura de agachar la cabeza se hereda y yo no podía evitar agacharla como lo hacía mi madre, aunque no me cansara de despotricar contra el sistema laboral en la barra del bar de turno". Cuántas veces nos habrán dicho a mi madre y a mí que por qué no somos más prudentes, que de cara al público hay que cuidar lo que decimos o lo que escribimos en redes, que a ver si vamos a perder clientes y que en realidad somos libreros para vender y ganar dinero y nada más, a ver qué nos vamos a creer, locos imprudentes.
En Yeguas exhaustas hay rabia, hay furia, pero también hay ternura y una atención especial al autocuidado, a tratar de no lastimarse más de lo que ya lastima la vida. Es una literatura coloquial y poética, bella y dolorosa. Una historia que resuena e ilumina.
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