jueves, 19 de octubre de 2023

LAS PALABRAS QUE IMPORTAN

Las palabras que importan es un ensayo ameno y accesible sobre la comunicación constructiva en situaciones difíciles, centrado sobre todo en el ámbito de la medicina, pero aplicable a cualquier situación cotidiana gracias a la variedad de ejemplos de conversaciones reales e imaginarias que plantea la autora. Kathryn Mannix escribió un libro anterior sobre el duelo, Cuando el final se acerca, en el que hablaba de la importancia de hablar de la muerte, sobre todo para preparar a las personas cercanas para tu propia ausencia, y decía que "los relatos son nuestra mejor manera de comprender la muerte y la pérdida". Hay que empezar a construir ese relato antes de que llegue la muerte. Hay que prepararse, hay que imaginar. Dónde estaré, qué haré, con quién hablaré, cómo se organizarán los trámites, qué tendré que hacer para honrar los deseos de la persona muerta. Si uno no empieza a preparar el terreno para el duelo antes de tener que afrontarlo, la muerte de un ser querido puede ser un vendaval violento que te deje una herida terrible para siempre y te impida estar, escuchar y acompañar en el momento de la despedida, y te prive de los recursos para sobrellevar su ausencia. Por eso, siempre le agradeceré a mi madre, que sigue viva y sana como una hermosa lechuga (mamá, pon aquí la verdura con la que más te identifiques), haberme hablado de su propia muerte desde hace ya muchos años, en varias ocasiones, y haberme dado unas instrucciones precisas y preciosas, pensadas para aliviarme a mí, hijo único, la abrumadora carga burocrática y hacer que el proceso sea en la medida de lo posible un momento de emoción intensa, de recuerdo, de homenaje y, como no podía ser de otra manera en el caso de mi madre, de celebración. 

Este ensayo trata sobre las palabras que elegimos para relacionarnos entre nosotros. Usar un imperativo o una pregunta indirecta para pedir algo puede convertir tus palabras en una agresión psicológica o en un vínculo duradero. Y me ha hecho pensar en el consentimiento en la comunicación. Ahora que el término ocupa portadas y protagoniza debates en relación a las agresiones sexuales, ahora que por fin empieza a calar en las conductas humanas la necesidad de respetar a los demás como iguales, quizá podríamos hablar también de consentimiento en las conversaciones que tenemos todos los días con nuestro entorno. 

¿Cuántas veces hemos sido un público cautivo de una persona que nos habla sin vernos, que no nos deja participar en la conversación porque no presta atención a lo que decimos? Cuando las personas ocupan el espacio de los demás con sus palabras casi siempre lo hacen sin pedir permiso. Sin consentimiento. Sin preguntas que tanteen el terreno. Y la relación desigual que se establece es un tipo de abuso psicológico muy extendido y muy invisible. 

"Escucha. Guarda silencio, concede espacio, presta atención. Es un esfuerzo compartido". Esto propone Kathryn Mannix, esto que parece tan obvio. Esta actitud a la hora de conversar, que expuesta así quizá no le suene extraña a nadie, no la practica de forma habitual casi ninguna de las personas que conozco. Resulta abrumador constatar la cantidad de gente que se relaciona con los demás dominando o sometiéndose. Que habla con los demás siempre desde una posición de poder, instruyendo a los demás sobre cómo solucionar sus problemas o vivir su vida en general; o de obediencia, sometiéndose a los dictados ajenos. Para conseguir igualdad en la comunicación es imprescindible saber escuchar y elegir las palabras que permitan al otro sentirse tratado como un igual. Tener más curiosidad por sus comentarios que ganas de apostillarlos, más interés en escuchar que en meter baza, más disposición para ayudar a que el otro encuentre por sí mismo una solución que necesidad de decirle lo que tiene que hacer. 

Es muy habitual que la primera reacción ante el sufrimiento de alguien cercano sea culparle de su dolor. Las madres (los padres también, pero quizá en menor medida) lo hacen constantemente con sus hijos pequeños mediante regañinas. ¿Por qué te has subido ahí, eh? ¡Te lo tengo dicho, es que no me escuchas! El sufrimiento de sus hijos lo sienten como propio y no poder controlarlo las exaspera.  Muy a menudo, cuando sus hijos crecen y se convierten en adultos siguen haciendo lo mismo. Señalar, regañar, culpar, en vez de escuchar, acompañar y tratar de comprender.

El impulso por tomar el mando de la conversación a menudo es irresistible. Vemos la solución ahí, delante, y nos parece tan fácil que la soltamos, sin pensar que nosotros no somos el otro, que lo que nosotros haríamos en su lugar no tiene por qué funcionar en otras personas. Nos encantaría que los demás vivieran su vida y arreglaran sus problemas de la manera en que nosotros vivimos y arreglamos los nuestros. Pero eso solo funcionaría si todos fuéramos iguales. Si todos tuviéramos la misma sensibilidad, los mismos pensamientos, las mismas emociones, las mismas conductas y las mismas necesidades. Aceptar que nosotros no somos la medida de nada más que de nosotros mismos libera de la tentación de ir diciéndoles a los demás lo que les conviene para vivir sus vidas. 

Ver a los demás. Verlos. Cuántas veces en la vida siento que la gente me habla a mí sin verme. Yo podría ser cualquiera. Yo, con mi actitud de escucha, soy solo la excusa para que el otro me explique cosas, sin preocuparse, por supuesto, si a mí me interesa realmente escucharlas, si yo tengo intención o ganas o voluntad de participar en la conversación, en definitiva, si yo consiento en ese intercambio. 

Porque una conversación es un intercambio, no es un frontón. El otro no es una pared contra la que tirar tus palabras para que reboten. Hablar es compartir. Si no, es imposición. Un acto de dominación en el que solo importa lo tuyo, lo que tienes que decir, y nada lo del otro. Usar la atención del otro para aliviar tu necesidad de hablar requiere de un consentimiento. Si no, es un tipo de violación. Violación del espacio, del tiempo, de la atención. Sin consentimiento, hay gente que va violando espacios, atención y tiempo todos los días pensando que está en su derecho y que no hay ningún problema en ello. 

Escuchar. Guardar silencio, conceder espacio, prestar atención. Quizá el objetivo sea que al hablar con alguien tus palabras reflejen también a la otra persona, contengan sus ideas, incorporen sus comentarios, sus sensaciones y su sensibilidad. Que respondan a un estímulo compartido, que contengan una intención en la que os reconozcáis los dos. Que tus palabras sean únicas y exclusivas de esa conversación, que no las puedas usar sin más con otra persona, igual que no puedes cortar ramas de un árbol para hacer crecer otro. Una conversación es un proyecto común. Es algo que se construye entre dos, que crece y se ramifica con las aportaciones de los dos. Como dice Kathryn Mannix, una conversación es un baile. Hay pocas cosas más invasivas e incómodas que obligar a bailar a alguien que no se quiere mover. 

Escuchar. Escuchar, no para responder, sino para comprender. Para construir un espacio seguro en la conversación. Para disfrutar de un baile sincronizado. Este ensayo propone formas de encontrar las palabras que construyan espacios seguros donde podamos relacionarnos en igualdad y con consentimiento. Se me ocurren pocas cosas más útiles y necesarias en nuestra vida cotidiana. 



 

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