Mary Panton es una joven viuda de "castaño y oro". Tan exquisita y distinguida que los hombres le hacen la corte desde que cumplió los dieciséis. "Viejos o jóvenes, feos o apuestos, siempre parecen creer que si una existe es simple y llanamente para satisfacer sus apetitos". Pero lo dice sin amargura. Más bien con una mezcla de resignación coqueta y un desafío irónico y orgulloso en su mirada. Estamos a finales de los años treinta y la campiña italiana está llena de refugiados austriacos que huyen de los nazis y de campesinos italianos muertos de hambre. Y, en medio, una villa a las afueras de Florencia que parece salida de un sueño.
En el transcurso de tres días, Mary recibe tres propuestas de matrimonio más o menos inesperadas que la confrontan con la idea que tiene de sí misma y del futuro que imagina. Lo que en un principio parece una comedia de enredo, una novelita plácida y elegante, de pronto se convierte en una historia de suspense que te lleva por caminos bordeados de altos cipreses que se recortan, negros y amenazantes, contra la luz de la luna y que te acelera el corazón.
Una villa en Florencia es un libro delicioso. De una elegancia exquisita. La traducción de Carlos Mayor es impecable, como siempre, y la edición es un regalo para los sentidos. Contiene, como una gota de ámbar, una época perdida que en la prosa del autor cobra vida en todo su esplendor. Somerset Maugham dibuja, con muy poquitos recursos, unos perfiles maravillosos de sus personajes. Sin llegar a la profundidad psicológica de Stefan Zweig, porque no pretende hacer ningún arquetipo de sus personajes ni demostrar nada, esta historia se degusta como un caprichito de aperitivo, un postre dulce y efímero que permanece en la boca mucho rato dejando un rastro de felicidad.
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