No me he reído tanto con un libro en muchísimo tiempo. Qué guasa constante, por favor. Que un escritor de noventa y tres años totalmente ciego fuera capaz de dictar un libro tan sumamente divertido, juguetón y feliz me parece irresistible. Para darle besos y abrazos y más besos al bueno de Camilleri.
Y en esta penúltima entrega de las aventuras de Montalbano, tenemos una historia de espías, con agente del FBI incluido, identidades y peluquines y bigotitos y gafas falsas, salvajes capos de la droga que se reúnen en una goleta en alta mar para sus secretísimos trapicheos. Tenemos una Adelina que, por increíble que parezca, le enseña a cocinar al torpe comisario que no se plancha una triste camisa, tenemos un despido fulminante que anuncia la salida definitiva de escena de nuestro irremplazable protagonista, tenemos un ricachón delincuente maltratando a sus empleados y tenemos a un Salvo Montalbano embarcado (literalmente) en una de las aventuras más arriesgadas de su vida.
Pero, sobre todo, tenemos humor. Humor por los cuadros costados, humor que se desborda y se toca y se palpa como el sol valenciano en las playas de los cuadros de Sorolla. Por momentos la novela parece una ópera bufa, con diálogos y mímicas dignos de Chaplin. Y qué risa con Catarella, por favor. Y qué ricos los salmonetes y la pasta n'casciata y qué pena, por favor, qué pena que ya solo quede una novela, la última, de Salvo Montalbano. ¿Morirá el eterno comisario? ¿Quién irá entonces a comer diariamente a la trattoria de Enzo? ¿Quién mirará el atardecer sobre el mar con la voluptuosa felicidad de quien mira el recuerdo de una mujer hermosa? ¿Qué será de Catarella, Fazio y Mimi Augello? ¿A quién le echará sus broncas la divina y celosa Livia? ¿Adónde irá el humor policiaco siciliano cuando nos quedemos sin Montalbano?
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