Era un encargo de un cliente, ni siquiera lo tenía en la librería. Le puse el post-it con su nombre en la primera página y, tras teclear su número de teléfono para avisarle, abrí una página del libro al azar. Me puse a leer mientras los tonos se sucedían. Y, a los pocos segundos, dejé de escuchar. No respondió nadie y los tonos se acabaron pero yo seguí leyendo, ajeno a todo, con el móvil todavía pegado a la oreja y los ojos cada vez más abiertos. Seguí leyendo hasta que se acabó el párrafo. Un párrafo más poderoso que cualquier reseña. Porque del libro se pueden decir muchas cosas. Se puede decir que se publicó en 1952 y que retrata en poquísimas palabras muchas cosas de esa época, aunque parezca mentira que de una época tan gris pudiera salir algo tan bello. Se puede decir que habla de dos veranos en la costa asturiana desde el punto de vista de un niño que está dejando de serlo. Que es divertido y terrible y embriagador y tan hermoso que duele. Que es "un mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón". Que es la única obra narrativa que escribió el autor (posteriormente dramaturgo y diplomático) y que después de leerla da pena pero también se entiende que tras algo así no escribiera más. Se podría incluso decir que bordea la literatura experimental y que, si tuviera que encontrarle algún parentesco, quizá pensaría en el Delibes de Los santos inocentes pero que en realidad no me recuerda a nada y eso es como para apreciarlo aún más. Del libro se pueden decir muchas cosas porque sus ochenta y siete páginas son para releerlas una y otra vez. Pero a mí lo que me convenció, con más fuerza que cualquier reseña, es ese párrafo que leí como en trance mientras sonaban los tonos de una llamada que menos mal que nadie respondió. Así que os dejo con él. Aquí está. Y que surja la magia.
Y era todo emocionantísimo, y más que nada el avance astutísimo por el corredor, donde brillaba la luna y se oía croar a las ranas y silbar a los sapos, y el ruido del mar muy lejos, y se veían los faros de los coches cuando enfilaban el puente y se sentían ganas de salir desnudo corriendo por la noche, respirando muy fuerte, sin llegar a ninguna parte.
Y era también emocionantísimo lo de entrar en el cuarto si las niñas no estaban preparadas (como el verano antepasado) y a la claridad de la luna tirarles por las sábanas y cuando fuesen a levantarse tirarles la almohada a la cabeza y después quitarles del todo la ropa de la cama para que nadie pudiese protegerse con las mantas y cuando se revolviesen furiosas como hembras de chacal acorraladas lanzarles una descarga general de almohadas y luego salir corriendo por el corredor y ellas, furiosísimas, detrás de nosotros con las almohadas en la mano y que nos alcanzaran, y luego la lucha cuerpo a cuerpo, con el pelo de Helena haciéndome cosquillas en la cara y después sujetarla y hacerla pedirme cuartel con la mirada y no dárselo y oírla decir, rabiosísima: «Bruto, salvaje, bestia, idiota», y luego echarse a llorar de una manera distinta, muy triste, que llenaba de una cosa que no era pena, pero que no era alegría tampoco, una cosa rara que daba ganas de llorar muy suavemente, en algún lugar apartado, donde nadie me oyera y llorar, llorar toda la vida, muy contento de estar llorando siempre.
Wow, vaya párrafo. Y qué gozada encontrar estos tesoros de forma casi casual, debe ser de las cosas más gratificantes de trabajar entre libros :)
ResponderEliminarSin duda. Es un placer constante, y no veas lo que se aprende, de los libros y de los lectores.
EliminarAbrazos.