Iba a empezar esta reseña diciendo que ya desde adolescente Guy Delisle estuvo en el mundo del papel, todavía sin saber que más tarde sería su medio de vida a través de los cómics. Pero luego he pensado que el bueno de Guy me daría una buena colleja bien merecida por tratar de conectar dos cosas que nada tienen que ver (todo por empeñarme en que la historia de una vida tenga algún tipo de unidad cíclica y acabar diciendo que si el Guy de diecisiete años empezó trabajando en una fábrica de papel estaba claro que terminaría siendo dibujante de cómic y patatín y patatán). Una de las mayores tentaciones de la memoria es empeñarse en atar los recuerdos en hilos narrativos coherentes, como si todo hubiera sido guiado por una mano sabia y omnipotente que hubiera orquestado su plan maestro desde el principio. Ay, qué ingenuidad. Con lo bonito que es el azar.
Así que no. El motivo por el que Guy Delisle empezó a trabajar en una fábrica de papel no fue el de iniciarse en el mundo de los libros. El joven Guy quería lo mismo que cualquiera: ganar pasta. Y usó el enchufe de su padre para meterse de operario en una inmensa fábrica de papel en las inmediaciones de Québec. Y aquí empieza lo bueno. Porque el trabajo rutinario y sin medidas de seguridad, el calor sofocante, los interminables turnos nocturnos se convierten, a través de las viñetas de Delisle, en una historia tierna e inocente que, como todas sus historias, leo con una sonrisa.
Con Guy Delisle ya he viajado a Pyongyang y a Jerusalén (qué maravillosos viajes, por cierto) y, la verdad, con él me iría a cualquier parte. Es de estas personas que convierten el destino en un pretexto y la compañía en el verdadero objetivo del viaje. Con este cómic, Delisle describe el mundo del trabajo en una fábrica con su habitual tono irónico y fresco, siempre desde el asombro y la inocencia del que sabe que es un trabajo temporal, que está ahí un poco de visita, hasta que encuentre algo mejor. Que no comparte realmente el destino de todos los hombres que se afanan año tras año en ese trabajo embrutecedor y que no entienden eso de que alguien pueda pretender dedicarse a dibujar. También es un retrato del final de la adolescencia, con sus incógnitas y sus apatías, y de una relación padre-hijo cuanto menos peculiar, en la que muchos sin duda se podrán reconocer.
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