Tel Aviv, 2002. La ciudad más cosmopolita y abierta de Oriente Próximo es un hervidero de tensión racial. Si eres israelí, todo va bien. Si eres árabe, te pararán en todos los check-points, te registrarán a la entrada de los centros comerciales y te mirarán con desconfianza allá donde vayas. Y si eres árabe con nacionalidad israelí, como Amine Jafaari, el protagonista de esta novela, da igual que lleves toda la vida viviendo en Israel como un ciudadano más, da igual incluso que seas un cirujano prestigioso y respetado dentro y fuera del país. Siempre serás sospechoso. Siempre serás uno de ellos. De los que ponen bombas y matan. De los quieren acabar con el pueblo elegido. Y si la policía descubre que tu mujer acaba de inmolarse en un atentado suicida, entonces la sombra de la sospecha te perseguirá siempre.
Había leído esta novela en 2009 y de ella recordaba el impacto del argumento y lo bien que describía el conflicto (a menudo, la guerra) entre israelíes y palestinos. Y como llevo unos meses buscando literatura sobre las tensiones de Oriente Próximo, decidí que era un buen momento para volver a ella. Siempre que releo me doy cuenta de cómo va cambiando con el tiempo mi forma de entender el mundo. Mis prioridades y mi sensibilidad. Esta vez he hecho una lectura mucho más política que la que hice hace doce años, más influida por la situación actual de odio al diferente que llevamos unos años viviendo. Y me ha seguido pareciendo una novela desgarradora, conmovedora hasta las lágrimas, de una intensidad tremenda, pero la huella principal que me ha dejado ahora es la mirada. La mirada que deshumaniza al otro y lo condena a ser un enemigo por su diferencia.
La mirada con la que los radicales identifican a los que no son como ellos, a los que no pertenecen a los suyos, a su tribu, y los convierten en el enemigo. La mirada que clasifica a los seres humanos en clases en función de su origen, su idioma o su religión. Esa mirada enferma, tan presente en nuestras sociedades tan aparentemente pacíficas, que nos incita a desconfiar de los que son diferentes para protegernos de lo desconocido.
Casi veinte años después de su publicación, El atentado sigue siendo una novela de una actualidad aterradora. Describe un descenso a los infiernos del fanatismo que recuerda la convicción desesperada del protagonista de El jardinero fiel en busca de respuestas sobre la muerte de su mujer. Para los israelíes, Amine Jafaari es un árabe sospechoso de cualquier desgracia. Para los árabes, un huérfano sin fe que ha abrazado la nacionalidad del enemigo. Y la polarización de esta sociedad enferma cada vez va dejando menos espacio para que su identidad pueda existir sin convertirse en una amenaza para los unos o en una traición para los otros.
En Oriente Próximo (y en España, cada vez más) uno se convierte en un monstruo sólo por cuestionar lo que es sagrado para los demás. Yasmina Khadra nos recuerda con esta novela que los monstruos no existen. Los monstruos los creamos nosotros cada vez que miramos con odio.
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