Muchas novelas policiacas actuales se venden como exploraciones de los límites de la moral y como "tremendamente adictivas". Siempre he pensado que lo que hace que algo sea adictivo es un truco que se resume en dar un giro a la trama al final de cada capítulo. Un poco como meter un aditivo alimentario en unas patatas: de repente no puedes parar hasta que te acabas el paquete. Engulles, sí, pero la patata se convierte en porquería.
En cuanto a los límites de la moral, pues sí, muchos autores españoles han aprendido que subrayar la violencia vende y no escatiman crueldades a la hora de sazonar sus argumentos. Pero rara vez se paran a profundizar en sus motivos, en los abismos tenebrosos en los que uno se precipita cuando decide hacer daño a otro con toda su alma. Es un poco como si hacer daño fuera un pasatiempo, un hobby un poco friki que da sabor y carácter a tal o cual personaje, como un maquillaje extravagante. Y la verdad es que siempre me quedo con una sensación como de estafa, siento que me están escamoteando la posibilidad de tratar de entender la violencia, de ver qué parte humana hay detrás de eso, qué lógica, qué espanto. Porque si convertimos la violencia en algo sencillamente monstruoso al final no hace efecto, no sirve para nada y ni siquiera da miedo. Cuando de verdad asusta es cuando la entiendes y descubres que su cara puede ser corriente y tan humana como la tuya.
La capacidad de empatizar con lo moralmente reprobable ya no está de moda en las novelas policiacas. Parece que nos hemos vuelto simples y rehuimos los dilemas morales. No queremos protagonistas turbios, quizá porque los juzgamos como si fueran de carne y hueso. Así vamos perdiendo la capacidad de distinguir realidad de ficción, dolencia peligrosísima de la que a menudo ni siquiera los niños adolecen. Pensamos, tan adultos nosotros, que los libros son la vida y no perdonamos a los personajes nada que no podamos perdonar a nuestros amigos. Y muchos autores actuales de novela policiaca, desde Joël Dicker hasta Carmen Mola, venden millones de ejemplares insistiendo en personajes reconfortantemente planos, transparentes como vasos de agua expertamente aderezados con chorritos de aditivos para que nos parezcan irresistibles.
Sé que estos tres párrafos suenan, cómo mínimo, insoportablemente gruñones. Pero qué le voy a hacer, un día piensas que eres joven y al siguiente te sorprendes diciéndole a un cliente que hay más literatura en una sola página de James Crumley que en cualquier trilogía policiaca española de esas que tanto se venden. Y mira qué suerte que todavía algún incauto se fía de mis recomendaciones.
Y es que qué maravilla. El protagonista de esta novela inclasificable es todo lo que no será nunca uno de esos detectives del siglo XXI: pendenciero, ruin, borracho, ingenuo, sarcástico, impasible, resignado, divertido y brutal. Se dedica a encontrar todo tipo de objetos perdidos, incluyendo exmaridos que se han ido de juerga, y el periplo que realiza en esta novela por el oeste de Estados Unidos siguiendo el rastro de su presa es digno de pasar a la historia de la literatura junto a otros mitos del viaje.
James Crumley |
El último beso también es una novela extraña. Incómoda, a veces. Y muy divertida, también. Se nota que el autor siente una devoción especial por todos sus personajes. Creo que nunca olvidaré a esa chica llamada Betty Sue Flowers, capaz de brillar en cualquier ambiente y haciendo cualquier cosa, una chica de un atractivo irresistible que, ya desde niña, se sentía "como una princesa secuestrada por campesinos", zarandeada por una vida errática y dejando tras de sí colas de hombres dispuestos a matarse por una sonrisa suya.
El contraste entre la belleza inaudita de algunas descripciones con la brutalidad de algunos pasajes me ha dejado con la boca abierta. Y de momento no quiero más. Necesito reponerme. Unos meses de tregua para descansar de esta sucia belleza. Unos meses de tregua para que Salamandra traduzca el siguiente título de esta serie y volver a Crumley con el cuerpo listo para otro atracón policiaco de la mejor literatura.
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