lunes, 24 de septiembre de 2018

LENINGRADO. ASEDIO Y SINFONÍA

Leningrado es San Petersburgo y es la única ciudad rusa que conozco. También es la más aristocrática y cosmopolita, quizá la más europea de todas las ciudades rusas. Ya lo era en el siglo XIX (Tolstói describe su esplendor en Anna Karenina, en contraste con el provincianismo de Moscú), y por supuesto, lo seguía siendo en 1924, cuando el régimen soviético le cambió el nombre para honrar la memoria del recién fallecido camarada Lenin. Por su proximidad cultural y geográfica con Europa es la ciudad que más nos atrae a los europeos. Y por los mismos motivos, durante los peores años del estalinismo fue objeto de sospechas, purgas y represalias por parte de Stalin, que veía en ella la cuna de la disidencia. La ciudad de Leningrado cuelga de sus cárceles como un apéndice inútil, escribía la poeta Anna Ajmátova a finales de los años treinta. Y es que pocos lugares en la Unión Soviética tuvieron que soportar una violencia a gran escala tan cruel y arbitraria. 

Brian Moynahan cuenta una anécdota muy ilustrativa. Una vez, unos peces gordos denunciaron a un cocinero por servir queso agujereado. Pensaban que el muy sinvergüenza no sólo les estaba dejando con hambre sino que aprovechaba para vender el queso restante de contrabando. El queso era gruyère. Es decir, francés, capitalista, traidor. Ningún queso ruso cometería la traición de servirse incompleto. Pero no sólo los cocineros sin suerte fueron a la cárcel o desaparecieron para siempre. Estudiantes de arte italiano, profesores de japonés, músicos de apellido alemán, miembros del partido con ambiciones políticas, hijos de terratenientes, cualquiera podía ser denunciado y engullido por la bestia burocrática siempre hambrienta del NKVD, la policía secreta. 

Stalin montó una inmensa guadaña para que toda la población soviética, y en especial la de Leningrado, la sintiera continuamente sobre sus cabezas. La mayoría, incapaces de soportar la tortura, confesaban sus crímenes y daban los nombres que sus verdugos quisieran oír para que parara el sufrimiento. La mayor crueldad, muchas veces, no era matarlos, sino mandarlos a Siberia agradeciendo sus servicios para que el preso no sólo tuviera que acarrear con su desgracia sino también con la culpa de haber provocado la muerte de sus compañeros, familia o amigos.

Este ensayo trata sobre el asedio de Leningrado durante la segunda guerra mundial, uno de los hechos bélicos más devastadores de la historia de la humanidad. Duró casi novecientos días, más de un millón de habitantes (un tercio de la población de la ciudad) murieron, principalmente de hambre y frío, más de un millón y medio de soldados de ambos ejércitos murieron en acciones militares y más de tres millones de soldados de ambos bandos resultaron heridos. Pero curiosamente, tres meses después de iniciarse el cerco, cuando entró el frío intenso del invierno, a nadie le importaba ya la guerra. Las bombas y los nazis habían sido eclipsados por el frío y el hambre. Los rusos sabían, en el fondo, que la culpa no era sólo de la guerra, sino de un régimen insensible al sufrimiento y a la muerte de sus ciudadanos. Y, como bien cuenta David Benioff en Ciudad de ladrones, los casos de canibalismo empezaron a extenderse por una ciudad en la que la carne humana era la única disponible. 

Los dirigentes soviéticos echaban la culpa del elevado índice de mortalidad en Leningrado a los médicos. Decían que no hacían bien su trabajo, que era curar a los enfermos. Cuando estos respondían que la única medicina para un famélico era una cantidad razonable de comida, eran acusados de derrotistas. Los políticos necesitaban héroes para motivar a la población. Gestas de francotiradores famosos, hazañas de convoyes de avituallamiento capaces de burlar una y otra vez la vigilancia del enemigo. Los políticos necesitaban cualquier acto heroico que contribuyera a camuflar la abrumadora incompetencia de los mandos militares que enviaban a morir a centenares de miles de hombres todos los meses en el campo de batalla, y de los gestores de intendencia que no eran capaces de impedir que millones de civiles en todo el país murieran de hambre. Necesitan símbolos para tapar su incompetencia criminal, y encontraron uno muy poderoso en la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, compuesta en honor del asedio de Leningrado. 

Dmitri Shostakóvich

En paralelo a la descripción de la vida en Leningrado durante el asedio, el autor cuenta el día a día del compositor más famoso de la Unión Soviética y cómo compuso su sinfonía bélica. Gracias a este libro he pasado horas en la librería escuchando la música de Shostakóvich, dejándome llevar por la fuerza de ese motivo inicial del primer movimiento, juguetón y primitivo, que poco a poco se va retorciendo, amargando y consumiendo hasta convertirse en algo aterrador. He sentido el frío, el miedo y el hambre de aquella gente, provocada no sólo por las armas alemanas sino también, sobre todo, por el terror desatado por Stalin. Y también he aprendido hasta qué punto una ideología política puede llegar a sojuzgar la cultura de un país. 

A partir de los años veinte, el arte empezó a ser sometido a un riguroso examen de pureza ideológica. Muchos artistas que abrazaron las vanguardias europeas de la época fueron acusados de "desviacionismo trotskista", de "nacionalismo burgués", de "chovinismo de las grandes potencias" y de "traición a los valores proletarios". Todo lo que no fuera del agrado del Partido era enemigo del Partido. La música, de pronto, podía ser contrarrevolucionaria, antisoviética, trotskista, burguesa y enemiga del pueblo si no se ajustaba a la doctrina estética impuesta desde arriba. En 1936, un dirigente soviético le insinuó a Shostakóvich que si se atrevía a interpretar su cuarta sinfonía podría ser ejecutado. El músico eligió vivir y guardó la partitura a buen recaudo. No se estrenaría hasta 1961.

Como bien cuenta Vitali Shentalinski en La palabra arrestada, un frenesí de ejecuciones diezmaron a los artistas rusos entre 1934 y 1939. En Leningrado las víctimas procedían de todos los ámbitos. No se libraba ni el propio NKVD. La invasión alemana de junio de 1941 resucitó el nacionalismo ruso, el amor de los rusos por su patria. Sin esa invasión, probablemente el país se habría desintegrado debido al terror de las purgas. Aunque estas purgas continuaron durante la guerra, ahora había un enemigo claro, extranjero, común a todos los rusos sin excepción, contra el que se podía luchar abiertamente. Aquella era una guerra por la supervivencia. Los rusos tenían que elegir entre morir todos a manos de los nazis, o sufrir la represión continua y aleatoria de los mandos soviéticos. Eligieron, evidentemente, la segunda opción.

Leningrado es San Petersburgo y es la única ciudad rusa que conozco. La chica que nos hizo de guía a mi madre y a mí en el verano de 2015 hizo varias alabanzas a Putin y afirmó convencida que su gobierno velaba por el bien de todos los rusos. La crítica y la disidencia política siempre han conllevado castigos muy severos en la población rusa. Los dirigentes soviéticos perfeccionaron y masificaron la costumbre represora de los zares y hoy en día la mayoría de los rusos sigue queriendo ignorar el puño de hierro que se esconde tras las sonrisas de sus líderes. Y para ello, escuchan obras como la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, música espectacular que habla de las vidas del pueblo ruso, de su heroicidad, de su historia y su grandeza y de cómo siempre está dispuesto a cualquier cosa para conseguir la victoria. Música que, aunque no lo quieran entender, también encierra la amargura y la tensión de todos los que tuvieron que aprender a sobrevivir a una de las dictaduras más hostiles a la creación artística que han existido nunca. 




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