Crecer consiste en no tener adónde volver. Esta es quizá la idea principal de esta novela. Y de esto trata. De acercarte a la mitad de tu vida y resistirte al paso del tiempo. De anhelar volver, volver al cobijo de los recuerdos, a ese lugar de la infancia donde todo sigue intacto y perfecto. De resistirte a abrir los ojos y a seguir hacia delante y a superar ciertos amores para no tener que asumir que crecer es perder puntos de apoyo, dejar marchar cierta inocencia, prescindir, soltar, olvidar.
El pasado es una invención. El pasado no existe. Lo que existen son los recuerdos, frágiles vestigios interesados que vamos cambiando, sin darnos mucha cuenta, según nuestras experiencias. Así, nos inventamos, para mayor gloria de la nostalgia, que toda nuestra infancia fue inocente y feliz o que nadie nos querrá nunca como aquella persona, y construimos nuestra identidad sobre esos relatos de nuestro pasado. Es lógico y necesario hacerlo así. Ese pasado, en buena medida inventado, es nuestro colchón. Representa lo conocido, lo que creemos haber vivido, lo familiar. Y nada reconforta más que descansar en el puerto seguro de la memoria.
Me gustan la juventud y el desparpajo del tono de la narradora. Las reflexiones profundas salpicadas de situaciones cotidianas y la extraordinaria fluidez de la historia. No parece un libro, parece una conversación. Parece una amiga que te cuenta su vida y sus historias mientras dais un paseo. Una amiga que te habla de su padre y cómo últimamente se ha convertido en un turista de su propia vida, que lo mira todo con los ojos de otro y necesita repasar el mundo, porque tiene la impresión de que hay algo que se le escapa. Una amiga que te confiesa el miedo que tiene de los secretos familiares, esos hechos antiguos que siguen supurando en la historia familiar y que se tapan y se ignoran aunque todo el mundo pueda notar su hedor en las reuniones. Una amiga que te pregunta si a ti también te hace daño recordar ciertas cosas, si tú también las sepultas bajo un silencio absoluto, confiando en el olvido para calmar el dolor, si a ti también te parece que esa no es forma de hacer las cosas y si conoces por algún casual alguna otra más eficaz.
Y el paseo se alarga. Y la sinuosidad del camino se parece a la de la conversación. Y mientras lees, escuchas la voz de esa chica, que ya te resulta tan familiar, una voz cercana e íntima y directa que te cuenta que un hombre le destrozó la vida. Que luego otro hombre se la salvó. Y que no ha acabado nunca de desterrar la memoria del primero para amar plenamente la presencia del segundo, porque aquel encarnaba su ideal de amor (un ideal en el que cabe todo lo dañino y lo perverso), y este no ha terminado de encajar en ninguno de sus moldes. ¿Por qué tendría que hacerlo?, te preguntas. Pero callas y sigues leyendo, sigues caminando. Ella insiste en amar para salvar a los demás, como si los demás necesitaran ser salvados. Ofrece la salvación a cambio del primer podio, de la entrega exclusiva, de convertirse en la imprescindible. Y admite que eso nunca lleva a buen puerto a nadie. Pero es así. No puede remediarlo.
Y surgen varios misterios. Desconocidos que envían miles de emails sin esperar respuesta. Casas familiares cuya venta duele como una amputación. Y el desgarro íntimo, imperceptible pero continuo de madurar y aprender que crecer consiste en esto: no tener adonde volver.
Llucia Ramis |
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