Hace unos días íbamos P. y yo leyendo en el tren, y en un momento dado levantó los ojos de su historia y me miró: cualquiera que te vea con ese libro... Había algo parecido a una burla cariñosa en su sonrisa. ¿Qué pasa con mi libro?, fingí ofenderme. Nada, nada. Que nadie diría que luego te pones con Aleksiévich o Zweig.
Y tenía razón. La literatura fantástica es una religión. Tiene multitudes entregados a su causa, una causa que parece exigir exclusividad en sus devotos. No recuerdo a nadie mezclando en su compra a elfos con el último de Javier Marías (y es una pena, porque quizá podrían darle un poco de magia a sus frases interminables). La ciencia ficción es más porosa, pero la literatura fantástica es sorprendentemente hermética: o no la lees en absoluto, o no lees nada más.
Me divirtió el comentario de P. en el tren. Verme desde fuera como uno de esos frikis que debajo del jersey llevan una camiseta de Juego de tronos y se pasan fines de semana enteros encerrados con los amiguetes y lo último de Warcraft. Vamos, lo que me pasé años haciendo en mi adolescencia hasta que llegó la realidad de este mundo y los mundos imaginarios fueron alejándose de mí con los últimos retazos de la infancia.
Hacía muchísimo tiempo que no leía literatura fantástica. Y estos libros de Joe Abercrombie me han parecido fascinantes. Ya sólo por la descripción de cómo seis esclavos sobreviven durante un mes caminando por la nieve sin equipo y sin apenas comida, huyendo de una amenaza invisible, merece la pena la trilogía entera. Qué forma de mantenerte en vilo, de cortarte la respiración y sentir cómo se congela delante de tu boca, de querer huir, huir, huir, con adrenalina en cada página, sin saber muy bien de qué.
Esta historia me ha transportado a aquella adolescencia de mundos paralelos en la que la fantasía era simplemente otra forma de ver las cosas, de sentir, de dejar volar la imaginación. Otra forma de vivir la literatura, una forma absorbente, expansiva y tan compleja como la literatura no fantástica, esa que leen los adultos y desde la que la gente responsable se permite mirar a los lectores de fantasía como si fueran niños grandes, inocentones sin madurar que no hacen más que entretenerse con batallitas imaginarias.
Esta historia me ha transportado a aquella adolescencia de mundos paralelos en la que la fantasía era simplemente otra forma de ver las cosas, de sentir, de dejar volar la imaginación. Otra forma de vivir la literatura, una forma absorbente, expansiva y tan compleja como la literatura no fantástica, esa que leen los adultos y desde la que la gente responsable se permite mirar a los lectores de fantasía como si fueran niños grandes, inocentones sin madurar que no hacen más que entretenerse con batallitas imaginarias.
Y sonrío. Porque no saben nada. No saben que, a menudo, en estos libros destinados a una sección medio escondida en las librerías (cuando existe la sección) se esconde una rara sabiduría, una precisión a la hora de abordar las complejidades humanas de la que carece buena parte de la "otra literatura". No saben la alegría loca y la plenitud con la que sus lectores pasamos páginas y páginas, desentendiéndonos del mundo real. No saben que en los mundos imaginarios se esconden muchas de las preguntas fundamentales de este. Quiénes somos. Quiénes queremos ser. Qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo. Y que solamente hace falta saber reconocer las metáforas para adentrarse en ellos y disfrutarlos como lo que son: proyecciones artísticas de nuestro mundo.
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