Después de su anterior libro, El legado, esperaba mucho de esta nueva novela de Balli Kaur Jaswal. Y ha cumplido mis expectativas totalmente, cada vez me gusta más la literatura de esta autora. Y cada vez voy conociendo un poquito más el Singapur que describe, esa marisma despoblada que se convirtió, en apenas cincuenta años, en la metrópolis moderna asombrosa que es hoy.
Como ocurre a menudo en la literatura asiática y africana, los olores y los sabores están presentes en cada página. Y en esta historia cobran una importancia especial. Jini, la madre de la protagonista, es una mujer enigmática que cuando cocina pone todas sus emociones en cada plato, expresando así lo que calla con las palabras. Y su hija Pin, de diez años, aprende a entender a su madre a través del curry y del pescado, del arroz y la salsa de ostras. La busca en sus especias y sus salsas, en la combinación de sus verduras y en sus postres dulces, sabiendo que un misterio envuelve sus silencios. Un misterio que es el nudo que atenaza la felicidad de esta familia.
Al igual que El legado, esta es una historia sobre el estigma que cae como una losa sobre aquellas mujeres que se atreven a salirse del camino trazado y hacer las cosas de forma diferente. Sobre las constantes advertencias, la vigilancia, los temores. Las normas interminables: normas, normas y normas para todo. Para hacer la cama, para ordenar, para cocinar, para sentarse a la mesa, para rezar, para salir a jugar, para comprar, para dormir. Para todo. Las normas son la jaula perpetua en la que viven tantas mujeres y en la que tantas, también, quieren que los demás vivan. Normas como piedras que pesan en el pecho de quien tiene que escucharlas un día tras otro.
La religión también está muy presente en la vida de Pin. Su dios sij, que la mira con su barba larga y figura oronda desde el póster del salón. Pero también el escuálido dios cristiano de su escuela, que lo promete todo. Y los dioses de sus amigas, que las dejan en ayunas o las colman de dinero y vestidos. Con una vida muy precaria, intentando siempre encontrar lo más barato en los mercados, y tanto dios prometiendo riquezas sin fin, muy pronto Pin aprende que «rezar era como regatear con Dios y quedarse siempre corto».
Salvando las distancias culturales, esta novela también me ha recordado a Una mínima infelicidad, de Carmen Verde, por la relación entre una niña observadora y sensible y una madre enigmática y distante, encerrada en un dolor pasado del que no logra salir. Y el sabor que se me queda en la boca tras acabar la última página es cálido como unas chalotas que se funden sobre arroz frito, sabe a reconciliación y a cuidados, y a perdón, como un pan caliente espolvoreado de diminutas estrellas de azúcar.
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