En el estanque del bosque nadan tan felices un renacuajo y un pececillo. Son amigos inseparables. Son prácticamente iguales. Hasta que un día al renacuajo le salen dos diminutas patitas. Mira, ya soy una rana, le dice a su amigo. Y pronto decide usarlas para explorar el mundo fuera del estanque. El pececillo también ha crecido y se ha convertido en un pez grande. Un pez grande que echa de menos a su amiga la rana. ¿Dónde estará?
Un día muy feliz la rana vuelve y empieza a contarle a su amigo el pez, toda emocionada, todo lo que ha visto fuera del estanque. Ha visto pájaros, que son unos animales increíbles con alas, dos patas y muchos muchos colores. Y, como el pez nunca ha salido del agua y solo ha visto peces, se imagina peces con plumas volando. ¡Y vacas! Ha visto vacas, unos animales enormes con cuernos y cuatro patas que comen hierba. Y en la cabeza del pez aparece una vaca con forma de pez y aletas de pez y cola de pez. ¿Cómo si no se la iba a imaginar?
Pero cuando un mundo maravilloso se despliega en nuestra imaginación, inmediatamente queremos verlo con nuestros propios ojos, tocarlo, sentirlo, hacerlo nuestro. Ojalá el pez pudiera saltar como su amiga la rana y descubrir aquellos pájaros, aquellas vacas, incluso aquellos otros animales de dos patas, largos largos como un árbol con sombrero y telas raras encima y dos patitas cortas arriba que se mueven mucho pero nunca tocan el suelo.
Un pez es un pez. Y una rana es una rana. Pero en el mundo de la fantasía se encuentran los dos, cada uno con un mundo maravilloso hecho a la medida de su infinita imaginación.
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