jueves, 4 de julio de 2024

BETTY

«Mi padre descendía de los cheroquis por parte materna y paterna. Cuando yo era niña, creía que ser cheroqui significaba estar atado a la luna, como si un rayo de luz se desenredase de ella». Esta es la historia de Betty, la madre de la autora, una mujer a la que su padre le dio el poder de los mitos y de la maravilla. La capacidad de abrir los ojos y descubrir siempre los pliegues de la belleza más allá de lo evidente. «Gracias a sus historias, yo bailaba el vals sobre el sol sin quemarme los pies». Y así he leído esta novela: como quien acoge en la palma ahuecada de su mano el agua de la lluvia en la estación seca; como quien cierra los ojos y nota que la naturaleza le habla y entiende cada palabra. 

Esta historia transcurre sobre todo en Breathed, un pueblo de los Apalaches. Un pueblo inventado que en las novelas de Tiffany McDaniel adquiere un halo de leyenda, como el Macondo de García Márquez. «Breathed era un pedazo de tierra en medio de un dolor palpitante, donde las lagartijas morían aplastadas bajo las ruedas y la gente parecía hablar como un trueno que choca con otros. Allí, en el sur de Ohio, te despertabas con los ladridos de los perros callejeros y siempre tenías presente la sombra de los lobos grandes». Un pueblo herido por la violencia que los hombres blancos ejercen contra las mujeres, contra las personas racializadas y contra todo lo que se aleja de su forma pequeña y enjaulada de ver el mundo. Un pueblo donde un hombre cheroqui es menos que nada, aunque traiga la luna y las estrellas en sus manos cuarteadas. 

«Las manos de mi padre eran de tierra. Las de mi madre, de lluvia. No me extraña que no pudiesen abrazarse sin hacer demasiado barro para dos. Y, sin embargo, con ese barro nos construyeron una casa que se convirtió en un hogar». Esta es una historia de una infancia de tormentas y ternura. De violencia terrible y de una bondad que te rompe el corazón. Betty y sus hermanos se criaron en un entorno inhóspito marcado por el trauma. Y sin embargo, «compartíamos la misma imaginación. Un pensamiento puro y hermoso. La idea de que éramos importantes. Y de que todo era posible». 

Me ha emocionado la riqueza de esa infancia. Y me ha hecho pensar en cuántas infancias infinitamente más estables y seguras de nuestro abundante mundo capitalista han transcurrido sin ternura explícita, sin bondad verdadera, sin metáforas, sin sentido del asombro, sin la luz de la maravilla, sin pensamientos puros y hermosos y con la imaginación herida por vallas de prejuicios y alambres de indiferencia y carteles de advertencia llenos de mensajes de miedo, angustia y rechazo a las infinitas posibilidades de la vida. 

«Llevamos la tierra dentro de nosotros y renovamos la certeza de que hasta la hoja más pequeña tiene un alma». Esta novela siente y respira como un ser vivo, se duele y grita como un ser vivo, palpita y ama y recuerda con la sabiduría atemporal de un ser vivo. Está tan viva que sus diálogos revolotean como la ternura vuela por la piel cuando uno se atreve a volverse vulnerable. Y ahí se queda, en la piel de la memoria. Betty y sus hermanos y su maravilloso padre. Conectados a la luna y con las manos llenas de tierra y de estrellas. 




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