jueves, 20 de junio de 2024

PALESTINA. CIEN AÑOS DE COLONIALISMO Y RESISTENCIA

Tras la caída del Imperio Otomano en 1918, las naciones que lo componían se conformaron de forma natural en entidades políticas cuyo objetivo era la independencia. Los británicos prometieron la independencia a todos los árabes de los dominios otomanos durante la primera guerra mundial a cambio de su apoyo. Por ejemplo, Siria, Líbano o Irak obtuvieron diversos grados de autonomía hasta convertirse entre los años treinta y cuarenta en los países soberanos que son hoy. Pero Palestina no. La tierra de Palestina había sido prometida a los judíos por los británicos mediante la Declaración Balfour en 1917, la primera declaración de guerra a Palestina del siglo XX. En 1917 la población árabe de Palestina era el 94%. Pero los judíos sionistas aspiraban a convertir esa nación en su nación: una tierra dominada por ellos y para ellos, a cualquier precio. Hasta hoy. 

Este ensayo traza una historia de la resistencia palestina a la guerra declarada por el sionismo y sus valedores internacionales (Inglaterra primero y Estados Unidos después). Una guerra que dura ya más de cien años y que se ha recrudecido hasta límites inconcebibles desde el 7 de octubre de 2023, tras los espantosos atentados de Hamás en Israel. Es un relato histórico interesantísimo, entreverado de anécdotas personales del autor y sus familiares, algunos de ellos muy involucrados en la política palestina durante todo el siglo XX, con el que he aprendido a situar mejor en el tiempo esa hostilidad permanente y tan desigual y asimétrica entre israelíes y palestinos. 

Los sionistas negaron siempre la identidad palestina y su carácter de nación árabe multiétnica desde antes de la creación del Estado de Israel. Con el lema propagandístico de «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», que usaron para fomentar la llegada de judíos a su «tierra prometida», negaron a los palestinos no solo su derecho a la autodeterminación y a su propia tierra, sino incluso la realidad de su propia existencia. Como dice Rashid Khalidi, «la forma más segura de eliminar el derecho de un pueblo a su tierra es negar su conexión histórica con ella». El movimiento sionista no decía que estuviera creando un hogar, decía que lo estaba reconstruyendo. En esta mentira histórica se han apoyado una y otra vez los dirigentes sionistas para reivindicar su derecho a la tierra palestina y para justificar todo tipo de violencia para conseguirlo. 

La mejor forma de justificar la apropiación de un bien ajeno es sostener que en realidad ese bien te pertenece (porque lo dice la Biblia o porque lo necesitas para sentirte a salvo de la persecución) y, por lo tanto, no te lo estás apropiando, sino que lo estás defendiendo. Esto vale tanto para el colonialismo israelí como para la vulneración de tus derechos laborales en tu oficina o la violencia cotidiana de quien considera que su pareja le pertenece.  

El genocidio de Gaza actual no es algo esencialmente nuevo. La filosofía de matar primero y preguntar después es una característica esencial de la política israelí desde antes de la creación de su Estado. Y la han puesto en práctica gobiernos israelíes de toda ideología desde 1948 hasta hoy. Los sucesivos gobiernos israelíes han apostado por acabar con las reivindicaciones palestinas mediante la fuerza de las armas. Pero eso solo provoca que estas reivindicaciones se vuelvan más poderosas. Y más violentas. La violencia solo engendra más violencia. Aterra pensar en qué respuesta está gestándose para los meses o años venideros, cuál será el golpe del bumerán que puede golpearnos a todos los países que no han condenado el gobierno israelí y han seguido comerciando con él. 

Israel es un país cuya existencia lleva toda su historia dependiendo de que la comunidad internacional cierre los ojos a sus desmanes. Viven de su capacidad de engañar al mundo respecto a su condición de víctima eterna y su expansión colonialista a costa de los palestinos y los países árabes circundantes. Y han sido muy eficaces a la hora de cuidar su reputación y sus vínculos diplomáticos y económicos con las grandes potencias mundiales, algo que a los palestinos nunca ha preocupado especialmente y que ha sido fundamental para perpetuar su sometimiento, como denuncia el autor. Los políticos palestinos a menudo han demostrado ignorar que la reputación internacional de Israel es la salvaguarda de su existencia. Y que para sostenerla es capaz de cualquier invento, montaje o bulo, porque sabe que sin la complicidad internacional sería inmediatamente juzgada y condenada por sus repetidos crímenes, y su proyecto de Estado judío etnocrático acabaría en el vertedero de la historia como el de la Sudáfrica blanca del apartheid. 

Rashid Khalidi defiende que es urgente e indispensable abrir de una vez por todas un debate por la convivencia pacífica en igualdad de condiciones. «Aunque es forzoso reconocer la naturaleza fundamentalmente colonial de la relación entre palestinos e israelíes, hoy hay dos pueblos en Palestina, independientemente de cómo hayan llegado a existir, y no puede resolverse el conflicto entre ambos mientras cada uno de ellos niegue la existencia nacional del otro. Su aceptación mutua solo puede basarse en la plena igualdad de derechos, incluidos los derechos nacionales, y pese a las cruciales diferencias históricas que existen entre ambos. No es posible ninguna otra solución que resulte sostenible a largo plazo, salvo la opción impensable del exterminio o la expulsión de un pueblo por parte del otro. Superar la resistencia de quienes se benefician del statu quo a fin de garantizar la igualdad de derechos para todos en este pequeño país situado entre el río Jordán y el mar: eso dará la medida del ingenio político de todas las partes involucradas». 






lunes, 17 de junio de 2024

LA CASA DE LAS MINIATURAS

Esta es la novela que más he disfrutado de las que he leído este año. Es un tesoro. Un tesoro que llevaba esperándome nueve años (se publicó en 2015). Sabía que era una buena novela. Mi madre la leyó y escribió una reseña. Y siempre ha estado en la librería desde entonces. No sé por qué no me animaba a leerla. Con la publicación reciente de la continuación, La casa de la fortuna, decidí que era el momento. Y la sorpresa ha sido mayúscula. Ha superado todas mis expectativas. Desde El retrato de casada, de Maggie O'Farrell, no disfrutaba tanto con una novela histórica. Y la comparación no es casual: he encontrado muchas similitudes entre las dos autoras. 

Estamos en 1686 en Ámsterdam, uno de los centros del comercio mundial. Es una sociedad moderna y pujante, pero también puritana y censora. Está dominada por un dios castigador omnipresente. Obsesionada por la moral y la riqueza, «las almas y los monederos». Por el individualismo de un capitalismo floreciente que deja en sus cunetas a una mayoría de pobres luchando por las sobras. La severidad y las apariencias son las gobernadoras de esta república orgullosa en la que la dignidad es más valiosa como adorno que como guía para la conducta. 

Nella es una chica humilde que llega a la gran ciudad para casarse con un rico comerciante que no es lo que parece. Nada es lo que parece, en realidad. Ni siquiera esa enorme casa de miniaturas que le regala por su boda, un símbolo de su unión y de su casa compartida que les cambiará la vida a todos. Es una historia inquietante. El relato avanza desde una mirada indirecta, con una constante sensación de amenaza, y te envuelve con las vidas de unas mujeres vulnerables que pugnan por retener algo de poder desde las sombras. Me ha maravillado la cantidad de cosas que se sugieren pero no se dicen, para que el lector se vea desafiado a rellenar los huecos, y el placer de la lectura no sea solo descubrir lo que la escritora le cuenta, sino lo que uno imagina e inventa y anticipa con las hechuras de lo que está escrito. 

En la Ámsterdam de 1686, al igual que en la España de 2024, tenía mucho poder la gente moralizante que elegía el camino de la privación propia y ajena. Que encontraba una turbia satisfacción en el sufrimiento. «En el sufrimiento encontramos nuestro verdadero yo», decían. Y querían que los demás también siguieran su mismo camino. Allí gobernaba un tipo de hombre muy reconocible también en nuestra sociedad actual cuya descripción me ha parecido especialmente dolorosa: el fanático que busca igualar por abajo a los que superan su ignorancia y su mediocridad para evitar que le dejen en evidencia. La risa y la ligereza eran pájaros de colores que caían fulminados al suelo por falta de oxígeno. 

Al igual de Maggie O'Farrell, Jessie Burton es una maestra en la atención exquisita que presta a los olores, los colores, la temperatura, las sensaciones físicas, las emociones, los gestos, todo lo que no es explícito ni se dice ni se muestra abiertamente. Y con ella envuelve a esa chica tímida y vulnerable, Nella, que llega temblando a casa de su marido, su futura casa, con todo un mundo por descubrir. Y con un vacío de información que duele. Porque lo que no se cuenta también daña. Los silencios, las miradas cómplices de su familia política que la tratan como a una niña, el río caudaloso de comunicación silenciosa que fluye entre los demás y deja a Nella al margen, en la orilla seca, sedienta de información y de confianza. «Es una marioneta, un recipiente en el que los demás vierten sus palabras. No se ha casado con un hombre, sino con un mundo». 

Nella se considera una caja cerrada con llave dentro de otra caja cerrada con llave hasta que se encuentra con un extraño personaje que la ve, los ve a todos, y se siente desnuda. Por primera vez en la vida, desnuda. Y lo más extraño de todo es que no solo no le molesta: descubre que quiere ser mirada. Mirada por esos ojos que, «además de ver los entresijos de su mundo, parecen también capaces de construirlo». Aunque no termine de saber quién de las dos, en ese juego silencioso, es la cazadora y quién la presa. 

Hay capítulos que me han parecido sublimes, como por ejemplo el que se titula La llegada. Ya solo por la descripción de ese parto con esa bárbara y lírica intensidad merece la pena toda la novela. Una novela desoladora y delicada, oscura e inquietante, que sin embargo alberga una luz muy poderosa. La luz de una voz que sostiene, en la más completa oscuridad: «componemos un tapiz de esperanza y no hay nadie que lo teja, más que nosotros mismos». 






jueves, 13 de junio de 2024

EL PRECIO QUE PAGAMOS

«Ya están aquí. El caos, con todo su poder de succión. El odio intrínseco está aquí. La aversión mutua. La violencia más cruel ya ha alcanzado nuestras calles, las carreteras, los colegios, los hospitales. También los que llaman mal al bien y al bien mal están ya aquí. Y la ocupación tampoco va a terminarse, según parece, en un futuro próximo, porque es ya más fuerte que cualquiera de las fuerzas que intervienen en la arena política". 

Este librito reúne una serie de textos cortos de David Grossman, quizá el escritor israelí más reconocido internacionalmente y candidato al Nobel desde hace ya varios años, sobre "la situación", eufemismo que se usa en Israel para referirse a la relación de su Estado con los palestinos. Unos textos que me han parecido muy interesantes, muy críticos con Israel y traspasados por una visión interna de quien lo vive sin distancia que, a menudo, desde nuestra lejanía nos olvidamos que existe. 

Grossman carga fuerte contra el gobierno ultraderechista de Netanyahu, que había llevado a Israel a una crisis interna y una polarización sin precedentes antes del 7 de octubre de 2023. Define la construcción de los asentamientos ilegales en Cisjordania como «la mayor catástrofe del Estado de Israel», un país convertido en los últimos años en «una realidad violenta, grosera, contaminante», estrangulado por la pinza mortal del fundamentalismo religioso y el nacionalismo de ultraderecha. 

La mirada de Grossman parte de una sociedad civil ilustrada y cosmopolita, laica y moderna, que se siente atemorizada y paralizada al haber visto cómo, tras las protestas más multitudinarias de la historia reciente del país que llenaron las calles en 2023, la guerra en Gaza ha eclipsado, con su salvajismo y su voluntad destapada de genocidio, cualquier reivindicación democrática. El precio que pagan es la violencia, la amenaza perpetua y la muerte, por vivir en un Estado que defiende la discriminación étnica y se sustenta en la dominación y el sometimiento de los palestinos. Y, aun así, Grossman siente su tierra en las entrañas y escribe sobre el dolor de seguir sintiendo Israel como su país, a pesar de ver que ya es más un fortín en guerra que un hogar, reconociéndose en sus contradicciones, en su violencia y sus delirios, en su infinita capacidad para imaginarse en identidades asesinas (recordando a Amin Maalouf) que a menudo colisionan con la realidad. 

Me ha sorprendido que siempre parece ver a los palestinos como los otros, un colectivo a respetar y con el que se impone la necesidad de convivir en paz y en igualdad de condiciones, pero siempre desde la diferencia y asumiendo que los judíos en Israel siempre merecerán ser tratados como víctimas y tendrán que ser mayoría para sentirse seguros. Es la defensa implícita de la etnocracia, que no reconoce su condición de potencia colonialista aunque acepte la ocupación, y que denuncia los excesos de una política cuya base etnográfica acepta y necesita. 

Sin embargo, pese a ciertas ambigüedades que a mí, desde fuera y con mucho menos conocimiento de la situación, me parecen equilibrismos un tanto sospechosos de etnocentrismo, me ha gustado mucho leer que otro Israel es posible y que hay esperanza, sí, todavía hoy, a una salida democrática e inclusiva de este horror. 



lunes, 10 de junio de 2024

OBLIGACIÓN IMPUESTA y WONDRAK

Cuando cumplí dieciocho años recibí una carta oficial para hacer la mili. Solicité una prórroga por estudios universitarios y poco después se suspendió el servicio militar obligatorio. Yo lo percibía como un anacronismo, una cosa rancia y antigua que apestaba a franquismo trasnochado, incomprensible en el siglo recién estrenado. Y vi su fin como algo inevitable, algo que no tenía ya cabida en el país moderno en el que vivía. La guerra quedaba entonces lejana, un asunto de novelería o de lugares que solo existían en la tele, una barbarie que el progreso había desterrado para siempre de la realidad española. Los Balcanes eran entonces una anomalía, no por cercana menos ajena. Eran Europa, pero una Europa rara, distinta de Londres o París o Roma, esas ciudades cuyo esplendor admirábamos, una Europa atrasada en la que nadie había estado y con la que no nos identificábamos. Las palabras que dirigían y alimentaban aquella guerra nunca nos alcanzarían. 

Con la guerra de Ucrania y el genocidio de Gaza, la retórica bélica ha vuelto a la actualidad, ahora en boca de políticos de la Unión Europea y en ministros españoles. Defienden el rearme, la seguridad por encima del diálogo, la amenaza por encima de la diplomacia. Y ya hay voces que hablan de rescatar el servicio militar obligatorio, vigente en 2024 en trece países europeos: Austria, Estonia, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Letonia, Lituania, Noruega, Suecia, Chipre, Suiza, Moldavia y Ucrania. 

Pienso lo mismo que pensaba con dieciocho años, y lo mismo que piensan los personajes de estos dos excelentes relatos de Stefan Zweig: conmigo que no cuenten. Antes que empuñar un arma prefiero mil veces la cárcel o el exilio. «El individuo siempre es más fuerte que los conceptos, solo tiene que seguir siendo él mismo, seguir fiel a su voluntad. Solo tiene que saber que es un hombre y querer seguir siéndolo, entonces esas palabras que lo rodean, con las que ahora se quiere cloroformizar a la gente, patriadeberheroísmo, esas palabras se vuelven pura cháchara, charlatanería que apesta a sangre, a sangre humana caliente, viva. Sé sincero, ¿la patria te parece tan importante como tu vida?»

La paz es un imperativo moral, igual que la no violencia en cualquier ámbito de la vida, y está por encima de cualquier noción de patria o pertenencia. Hay pocas cosas que tenga tan claras en la vida. No voy a matar a nadie ni agredir a nadie por que alguien me lo ordene. Y se puede argumentar de mil maneras, aunque últimamente esta frase del fotógrafo Erich Hartmann es la que más me convence: «La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan».

Me gusta mucho este fragmento de Obligación impuesta

«No dejaré que me arrebaten nada por un pedazo de papel, no reconoceré ninguna ley que lleve al asesinato. No inclinaré la cerviz por razón de autoridad. A vosotros, los hombres, os han corrompido las ideologías, pensáis en política y en ética; nosotras, las mujeres, todavía sentimos con el corazón. Yo también sé lo que significa la patria, pero además me doy cuenta de en qué se ha convertido hoy: asesinato y esclavitud. Se puede pertenecer a un pueblo, pero cuando los pueblos se vuelven locos, no hay por qué seguirlos». 

Ojalá la gente dejara de seguir a los pueblos que se vuelven locos. Israel, Rusia, Estados Unidos. Locos de nacionalismo, de delirio narcisista y de afán de dominación. 




jueves, 6 de junio de 2024

EL ACOSO MORAL

Este libro se publicó en 1998 y fue pionero en su época. Un cuarto de siglo después, la violencia psicológica sigue estando enormemente extendida en nuestra vida cotidiana y, tristemente, no hemos conseguido sacarla del armario. La mayoría de la gente solo la relaciona con insultos y amenazas, es decir, con la punta vistosa del iceberg, y ello contribuye a que se reproduzca una y otra vez de generación en generación en las conductas de la mayoría sin que seamos capaces de identificarla ni frenarla.  

Todos rechazamos una bofetada. Hay un común acuerdo en lo inaceptable que resulta. Ninguna reunión familiar o de amigos podría continuar con normalidad tras una agresión física. Sin embargo, sí lo hace tras una agresión psicológica. ¿Por qué las víctimas que lo sufren no se rebelan? ¿Por qué los testigos no dicen nada? A veces se ve tan claro desde fuera que es inevitable preguntárselo. Quizá haga falta haberlo sufrido hasta sus peores consecuencias para comprenderlo. 

He tardado años en comprender que hay víctimas que no se consideran víctimas, porque piensan que todo lo que la persona agresora les hace es por su bien. Hacer las cosas por amor o con la mejor intención a menudo es la coartada perfecta para que el maltrato quede normalizado e impune.

He tardado años en comprender que no hace falta que una víctima se queje de violencia para que la violencia exista. Que la víctima a menudo no puede defenderse porque sencillamente no sabe que está siendo atacada. Y si lo intuye, no tiene a quien acudir porque nadie identifica lo que sufre como violencia. Al contrario, muchos lo señalan como amor. Por mucho que la víctima intente comprender lo que le ocurre, no tiene las herramientas para hacerlo, y nadie se las brinda. Y si las tuviera y lograra reconocer lo que le pasa y hasta cortar los lazos con su agresor, no tendría adónde ir ni una identidad social que reconstruir, porque las personas agresoras se preocupan mucho por que sus víctimas estén aisladas socialmente y dependan de ellas para todo. 

Las personas agreden porque también son víctimas. A menudo es verdad. Luchan contra la depresión, contra la ansiedad, contra la psicosis, y eso puede explicar sus conductas. Pero en modo alguno puede justificarlas. Esto parece obvio, pero no lo es tanto al ver, por ejemplo, el apoyo que recibe Israel por su condición de pueblo víctima del Holocausto a pesar del genocidio que está perpetrando en Gaza. Y es especialmente peligroso excusar el daño que provocan por su condición de víctimas, porque constantemente están aludiendo a esa condición para defenderse. El victimismo es la luz de gas con la que tratan de seguir agrediendo, manipulando y arruinando la vida de los demás impunemente. 

He tardado años en darme cuenta de que cada vez que presenciaba una agresión psicológica en mi entorno me volvía cómplice de esa violencia. De que contemplar la violencia envilece y degrada mi humanidad, de que no hace falta que sufra directamente el daño para llevármelo a casa como una mancha, una merma en mi capacidad para conservar los marcos morales de referencia con los que establezco lo que está bien y lo que está mal. 

Pero ¿por qué las personas agreden a otras? ¿Qué las diferencia? Hirigoyen lo explica muy bien. Cuenta que las personas agresoras se consideran especiales, por encima de la norma, y por tanto creen que merecen una atención especial. Piensan que a menudo saben mejor que los demás lo que a los demás les conviene y no dudan en decírselo. Encuentran natural que en su círculo cercano sean casi siempre ellas las que mandan, dirigen y deciden. Eligen y hablan por los demás con naturalidad. Consideran que las fórmulas imperativas «encárgame este libro», o expositivas «mira, me vas a encargar este libro», son más naturales que la interrogativa «¿me puedes encargar este libro, por favor?». Pedir rebaja su autoridad porque les obliga a una humildad que les resulta incómoda. Lo que les empodera es exigir. Dicen a los demás lo que tienen que hacer y exactamente cómo hacerlo para hacerlo bien, es decir, para hacerlo como ellas consideran correcto. Tratan a los demás desde una posición de superioridad, por ejemplo ocupando la mayor parte del espacio de la conversación, explicando cosas como si los demás no las supieran o tomando sus propias ideas, necesidades o sensaciones como la medida universal para juzgar las ideas, necesidades o sensaciones de los demás. 

La mezcla de egocentrismo, voluntad de dominación, necesidad de admiración e intolerancia a las críticas la solemos experimentar todas las personas. Pero para la mayoría son conductas pasajeras que a posteriori producen remordimiento. Si no se reconocen como conductas negativas y se vuelven constantes, entonces estamos ante personas agresoras, descritas en este ensayo como perversas narcisistas. Personas que «no hacen daño ex profeso; hacen daño porque no saben existir de otro modo». «Su vida consiste en buscar su propio reflejo en la mirada de los demás. El otro no existe en tanto que individuo, sino solamente como espejo». Cualquier comentario o estímulo externo es la excusa para apropiarse de la conversación e imponer sus propios comentarios o estímulos a los demás. Si tú has estado de viaje, por ejemplo, en Lisboa, a una persona narcisista le interesará mucho más contarte sus recuerdos de Lisboa de hace diez años cuando estuvo por última vez que escuchar tus impresiones de tu estancia reciente. Todo es una oportunidad para hablar de sí misma, para ser escuchada, los demás y sus palabras son espejos en los que solo se ve ella. 

Son megalómanas en cuanto a que se colocan como patrón de referencia moral sobre el bien y el mal. La verdad suele ser única y es la suya. Por lo tanto, cualquier desviación de su verdad es una desviación de la verdad, y rápidamente se apresuran a corregirla en los demás. No con la intención de imponer su voluntad, algo que nunca admitirían, sino de corregir un error. No entienden la pluralidad infinita del ser humano. Ven a los demás como réplicas de sí mismas a las que sienten que deben instruir en lo que consideran buen comportamiento. Y para ellas, hacerlo es altruismo. Esa es la perversidad de su carácter, dañan pensando que hacen el bien. 

Se quejan con frecuencia de los demás, señalan con naturalidad los defectos ajenos como una forma de posicionarse con superioridad: si percibo el error en los demás es porque yo ese error no lo cometo. Con frecuencia dan lecciones morales en su afán por educar. Aconsejan, aleccionan, advierten. Ellas lo saben todo y su deber es compartir su conocimiento. Cuando alguien se queja de algo que le ha pasado, a menudo responsabilizan a la víctima, porque no empatizan con su dolor, toda su atención se centra en señalar el desacierto. Por ejemplo: una chica se cae por las escaleras y se hace un esguince. Cuando acude con dolor a su padre/madre/novio narcisista, la primera reacción de este no es de empatía, sino de superioridad: ¡cómo se te ocurre! ¡Qué has hecho! ¡Tienes que tener más cuidado! Es una reacción perversa, puesto que la intención es el cuidado, pero el resultado es la bronca y el sermón en un momento en el que la víctima necesita consuelo, no violencia verbal. 

Este tema me apasiona por mucho motivos, y podría seguir escribiendo y escribiendo (la reseña era todavía más larga y he recortado varios párrafos, por increíble que parezca) sobre situaciones y comportamientos que he vivido y que el libro detalla muy bien. Es un tema que no se acaba nunca, porque la violencia psicológica tiene mil caras y no hay nadie que no la haya sufrido y reproducido de una manera u otra a lo largo de su vida. Este libro de Hirigoyen me ha parecido una estupenda puerta de entrada a un mundo fascinante que nos rodea todos los días, y contra el que nos podemos pasar la vida entera dándonos de bruces si no logramos ponerle palabras que lo vuelvan comprensible. 




lunes, 3 de junio de 2024

RURAL. CRÓNICA DE UN CONFLICTO

Desde que P. me recomendó el cómic Los ignorantes allá por 2018, siempre he recordado a Étienne Davodeau con una sonrisa. Buen rollo, risas, fina ironía, sencillez, hospitalidad: la mezcla de todo eso se me puso en los ojos cuando hace unos días llegó a casa de la biblioteca con otro cómic de Davodeau entre las manos. Llevaba un montón de tiempo queriendo comprármelo, pero nunca lo encontraba cuando iba de librerías, así que, al verlo en la biblioteca, dijo esta es la mía. Y aquí estoy, dándole las gracias por sus buenas recomendaciones, como siempre. 

Como el título indica, esta es la crónica de un conflicto. Un conflicto entre gente que ha decidido vivir rodeada de la naturaleza y la voracidad de una constructora que planea construir una autopista arrasando con sus sueños. Un conflicto entre la lentitud y la rapidez. Entre el amor por la tierra y sus procesos naturales y el expolio y contaminación de la tierra para el beneficio y la productividad del tiempo. 

Esta es la historia de una pareja que ha encontrado su verdadero hogar en las tierras del Loire y ha convertido, con cientos de horas de trabajo, una vieja granja en una casa de campo preciosa. También es la historia de tres agricultores que, a unos kilómetros de allí, han apostado por la agricultura biológica y el desarrollo sostenible de su ganadería y viven de la leche de sus vacas. La autopista, en esta historia, se convierte en la materialización terrible de esa otra vida invasiva e inhumana que nuestra sociedad nos impone por la fuerza en nombre de la rentabilidad a corto plazo. 

Una valla separa hoy esas dos formas de vida. La valla que protege el ritmo lento y uniforme de las vacas de los coches a 130 kilómetros por hora que pasan a pocos metros. Una valla que también "separa dos formas de proceder: por un lado, un nuevo enfoque de medio ambiente, respetuoso, ligero, sostenible; por otro, una infraestructura pesada y contaminante. El inconveniente de este tipo de barrera es que por fuerza hay que situarse de un lado o de otro. Si te sientas encima, te pinchas el culo. Buen viaje". 

Me gusta Étienne Davodeau por su capacidad para interesarse por los temas más diversos, siempre desde la sencillez y desde un compromiso ético que comparto plenamente. Es una mentalidad como de otra época, más enfocada a la preocupación por el bienestar colectivo que a las satisfacciones individuales inmediatas, más atenta a lo que nos hace mejores como sociedad que a lo que nos lleva a competir y a acaparar los recursos limitados de nuestra tierra. Querida P., busquemos más historias de Étienne Davodeau en librerías y bibliotecas. Empapémonos de su humanidad a prueba de autopistas. Seamos su espejo y actuemos como él. Así quizá podamos contribuir mejor a que la suya no sea una mentalidad de otra época, sino de la nuestra.