Cuando cumplí dieciocho años recibí una carta oficial para hacer la mili. Solicité una prórroga por estudios universitarios y poco después se suspendió el servicio militar obligatorio. Yo lo percibía como un anacronismo, una cosa rancia y antigua que apestaba a franquismo trasnochado, incomprensible en el siglo recién estrenado. Y vi su fin como algo inevitable, algo que no tenía ya cabida en el país moderno en el que vivía. La guerra quedaba entonces lejana, un asunto de novelería o de lugares que solo existían en la tele, una barbarie que el progreso había desterrado para siempre de la realidad española. Los Balcanes eran entonces una anomalía, no por cercana menos ajena. Eran Europa, pero una Europa rara, distinta de Londres o París o Roma, esas ciudades cuyo esplendor admirábamos, una Europa atrasada en la que nadie había estado y con la que no nos identificábamos. Las palabras que dirigían y alimentaban aquella guerra nunca nos alcanzarían.
Con la guerra de Ucrania y el genocidio de Gaza, la retórica bélica ha vuelto a la actualidad, ahora en boca de políticos de la Unión Europea y en ministros españoles. Defienden el rearme, la seguridad por encima del diálogo, la amenaza por encima de la diplomacia. Y ya hay voces que hablan de rescatar el servicio militar obligatorio, vigente en 2024 en trece países europeos: Austria, Estonia, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Letonia, Lituania, Noruega, Suecia, Chipre, Suiza, Moldavia y Ucrania.
Pienso lo mismo que pensaba con dieciocho años, y lo mismo que piensan los personajes de estos dos excelentes relatos de Stefan Zweig: conmigo que no cuenten. Antes que empuñar un arma prefiero mil veces la cárcel o el exilio. «El individuo siempre es más fuerte que los conceptos, solo tiene que seguir siendo él mismo, seguir fiel a su voluntad. Solo tiene que saber que es un hombre y querer seguir siéndolo, entonces esas palabras que lo rodean, con las que ahora se quiere cloroformizar a la gente, patria, deber, heroísmo, esas palabras se vuelven pura cháchara, charlatanería que apesta a sangre, a sangre humana caliente, viva. Sé sincero, ¿la patria te parece tan importante como tu vida?»
La paz es un imperativo moral, igual que la no violencia en cualquier ámbito de la vida, y está por encima de cualquier noción de patria o pertenencia. Hay pocas cosas que tenga tan claras en la vida. No voy a matar a nadie ni agredir a nadie por que alguien me lo ordene. Y se puede argumentar de mil maneras, aunque últimamente esta frase del fotógrafo Erich Hartmann es la que más me convence: «La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan».
Me gusta mucho este fragmento de Obligación impuesta:
«No dejaré que me arrebaten nada por un pedazo de papel, no reconoceré ninguna ley que lleve al asesinato. No inclinaré la cerviz por razón de autoridad. A vosotros, los hombres, os han corrompido las ideologías, pensáis en política y en ética; nosotras, las mujeres, todavía sentimos con el corazón. Yo también sé lo que significa la patria, pero además me doy cuenta de en qué se ha convertido hoy: asesinato y esclavitud. Se puede pertenecer a un pueblo, pero cuando los pueblos se vuelven locos, no hay por qué seguirlos».
Ojalá la gente dejara de seguir a los pueblos que se vuelven locos. Israel, Rusia, Estados Unidos. Locos de nacionalismo, de delirio narcisista y de afán de dominación.
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