lunes, 24 de junio de 2024

EL TÍO GORIOT

Después de La casa del Gato Juguetón y Gobseck, sigo añadiendo piezas al gran puzle de la vida privada en el París de Luis XVIII que creó Balzac con su Comedia humana. El tío Goriot es una pieza mayor. Una de las mejores novelas de todo el siglo XIX francés. Me ha parecido grandiosa, apasionante, y me ha desbordado por la cantidad de lecturas que se pueden hacer de ella y que nos apelan directamente a nuestro tiempo desde su universalidad. 

«Quien alardea de no cambiar nunca de opinión es un estúpido que cree en la infalibilidad». Esto afirma Vautrin, uno de los personajes de novela más vívidos y arrolladores que me he encontrado en los últimos tiempos. Dice: no hay principios, hay acontecimientos; no hay leyes morales, hay circunstancias. Si hubiera principios y leyes fijas, la sociedad no cambiaría nunca, y la realidad es que está cambiando constantemente. No hay nada permanente, todo es mutable. Quien pretende aferrar su vida y su conducta a verdades absolutas vivirá toda su vida en una jaula. Y, lo que es peor, juzgará a los demás por no vivir en jaulas similares. ¿No os resuena? A mí me da escalofríos de lo familiar que me resulta. 

Hay párrafos enteros que son manifiestos contra el puritanismo glacial e inhumano que impone sus camisas de fuerza a la libertad para amar, para relacionarse, para ser. La adoración humillada y extasiada de este Goriot por sus hijas haría fruncir el ceño censor de más de uno en nuestra sociedad cada vez más estrangulada por las apariencias. «Amo los caballos que las llevan, y me gustaría ser el perrito que sostienen en sus regazos. Vivo de sus placeres. Cada quien tiene su forma de amar, si la mía no hace daño a nadie, ¿por qué al mundo le importa?».

La capacidad de entregarse por completo, de disfrutar más la felicidad ajena que la propia, de sentir el impulso de dar con naturalidad sin esperar nada a cambio, sin imaginar que se pueda obtener nada a cambio. Amar así es vivir varias vidas, la propia y la de la persona amada. Y querer que esas vidas se expandan y se compartan y se transforman en toda la felicidad que esté a su alcance. Es el mayor gesto de generosidad posible. Algo que aparece en muchos personajes de muchas novelas, como por ejemplo en el inolvidable Conde Rostov de Un caballero en Moscú, y que nos hace amarlos incondicionalmente y para siempre. Ojalá también nos hiciera huir de esas personas que aman con amor de propietarias, pretendiendo que los demás no solamente no puedan vivir sus vidas y las que alcancen a imaginar, sino que acepten vivir sometidos a los deseos y exigencias de su amor carcelario. 

El genio de Balzac me ha llevado en volandas por esta historia. Qué portento de imaginación poderosa que vuela y vuela y nunca se cansa de decorar de gracia e inteligencia las paredes de su palacio con toda la parafernalia romántica: los amores furiosos e inmediatos, los duelos a muerte al amanecer, las intrigas palaciegas, los celos, las ambiciones sin límite, los secretos inconfesables y las pasiones arrolladoras y trágicas dignas de Shakespeare. 

También se puede leer esta novela como una historia de lucha de clases antes de Marx: una aristocracia que recela de los nuevos ricos burgueses y desprecia abiertamente a toda persona que no parezca, por aspecto y por conversación, una de su clase, enfrentada a una mayoría popular que ya ha probado la efervescencia de la revolución y que está lista para subirse a la ola de la siguiente. También como un alegato sobre la importancia de la independencia económica de las mujeres y la separación de bienes en los matrimonios. ¡Ojo, en 1819! Y, por supuesto, como una fabulosa educación sentimental. Con el bueno de Balzac aprendemos las diferencias entre el amor y la coquetería, entre la coquetería y la burla, entre la ambición y la galantería, y la importancia capital de una mirada o una sonrisa o un leve gesto de desdén. La vida y la muerte dependen a veces de tener dinero para comprarse unos guantes o de poder ir en coche a un palacio en vez de caminando. Es la época del amor galante como fiebre, como religión que exige un culto constante y millonario, «como un niño que se esfuerza por dejar constancia de su paso a través de sus devastaciones». 

Pero, sobre todo, es un libro sobre la abnegación y la muerte. Sobre un padre capaz de darlo todo, hasta la vida, por la felicidad de sus hijas. Y sobre unas hijas incapaces de corresponder a esa devoción, no solo por su egoísmo ni por su clasismo, sino también porque las han convencido, su padre el primero, de que lo merecen todo. Y lo natural es que lo tengan todo. 

Próxima pieza del puzle de este París fascinante: El coronel Chabert. 





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