jueves, 14 de septiembre de 2023

LA MADRE DE FRANKENSTEIN

"Si nuestro país fuera un ser humano, cualquiera de los dos lo habríamos ingresado en Ciempozuelos hace muchos años y lo tendríamos achicharrado a electrochoques. 
-Total que, ya ves -sonreía para dulcificar sus conclusiones-, en el fondo somos afortunados por trabajar en un manicomio. Así no cambiamos de aires al entrar y salir del trabajo". 

He vuelto a la España enloquecida y desquiciada de la dictadura que tan bien describe Almudena Grandes tras muchos años sin leer una novela suya. Dejé de leerla porque me parecía demasiado partidista. Se me había metido en la cabeza que los buenos nunca fueron tan buenos y que los malos tenían los suficientes matices como para poder apreciar sus grises, y que esa dicotomía de buenos contra malos era una simplificación infantil que más que explicar lo que fue aquella época (y esta) nos dejaba a todos con la conciencia tranquila de pertenecer al bando correcto. Y aunque en buena medida a menudo sigo pensando de forma parecida, creo que la pasión de Almudena Grandes es más necesaria que nunca. No se puede hablar de matices con quien te pisa la nuca durante ocho minutos hasta matarte solo porque no se fía del color de tu piel. No se puede hablar de matices con quien te llama puta por sonreír y no te ve como una persona sino como un cuerpo a su disposición. No se puede hablar de matices con quienes creen que si no pensamos como ellos lo mejor que podemos hacer es callar y obedecer. 

En la tranquilidad de nuestra casa podemos pensar todo lo que queramos en los matices de las cosas, en la complejidad de los seres humanos y en si la maldad existe y en si es en verdad tan banal como dijo Hannah Arendt. Pero cuando te arrojan de lleno a una situación insostenible es imprescindible tener muy claro lo que está bien y lo que está mal. Sin dudas. Sin matices. Y situaciones insostenibles las había todos los días en los años cincuenta en este país. 

Fueron años de sombras. Sobre todas las cosas planeaba algo funesto, una nube gris de preocupación y cautela. Una amenaza sin nombre con el sabor metálico del miedo capaz de parasitarte la vida. En este país secuestrado por un dictador y su moral católica, viven una señora muy mayor llamada Aurora, altiva y desamparada, que veinte años antes salió en los periódicos porque mató a su hija Hildegart a sangre fría; una auxiliar de enfermería llamada María, que al haber crecido en un manicomio tiene un don especial para tratar las enfermedades mentales; y un joven psiquiatra llegado de Suiza llamado Germán, que lucha por recuperar una parte de su visión de España tras quince años en el exilio. 

Este país dominado por la resignación de los vencidos, por su incapacidad para imaginar que pueden luchar por algo mejor, que se merecen algo mejor, me ha hecho pensar en la sombra alargada del franquismo en nuestros mayores. La resignación, el miedo, la preocupación constante, el marco mental estrecho, la masculinidad tóxica (no solamente reproducida por hombres, sino también por mujeres), la represión emocional, la brutal desigualdad de género expresada en mil matices y situaciones cotidianas. La herencia venenosa de aquella educación nos ha traído hasta aquí reproduciendo su violencia y su desigualdad y obligándonos una y otra vez a analizarnos, a desaprendernos, a deconstruirnos para tratar de armar una convivencia entre todos que no se tropiece cada día con tanta aflicción y tanto conflicto. 

Los protagonistas de esta novela, Germán y María, demuestran que hasta las personas más abominables, más despiadadas y terribles, pueden inspirar compasión. Almudena Grandes se sirve de una mirada extranjera para mirar la toxicidad de la sociedad franquista con ojos nuevos. Lo que aquí parecía normal, a los ojos de un suizo lo vemos como algo sencillamente escandaloso. La mirada de Germán ilumina el pozo al que fue arrojada la población española y pone el dedo en la llaga de quienes vivían sin haber sabido nunca medir su profundidad. Y así siguen viviendo. 





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