lunes, 16 de enero de 2023

LOS CERROS DE LA MUERTE y LOS HIJOS DE SHIFTY

En Kentucky, al contrario que en el resto de los Estados Unidos, la esperanza de vida disminuye década a década. Quizá sea por los rigores de la vida rural. Quizá por la gente, poco dada a expresar emociones o hablar más de lo indispensable. Y no es que nunca se rían. A veces lo hacen, y entonces se iluminan de improviso como si estuvieran dentro de un relámpago para desaparecer al instante y volverse todavía más duros y herméticos, como si la alegría fuera una vulnerabilidad que tapar a toda costa. Quizá sea porque muchas familias de las zonas rurales actúan como clanes cerrados. Los Hardin, los Johnson, los Fatkin. Cada nombre tiene un peso específico. Una identidad concreta. La familia como refugio y como destino. Difícil sustraerse a lo que proyecta un apellido en los recuerdos de los demás. 

El mundo de estas dos novelas es un mundo de hombres, "hombres tan altivos que dan la impresión de estar asomándose permanentemente a una tapia", un mundo en el que una mujer en el puesto de sheriff siempre da que hablar. Y genera más desconfianza en las mujeres que en los hombres, por los motivos más diversos. En este mundo la labor de la policía no es tanto conseguir que se imparta justicia como evitar que las víctimas y sus familias se tomen la justicia por su mano, iniciando espirales de violencia interminables. Es un poco lo que cuenta Ismail Kadaré sobre la violencia atávica en los Balcanes, donde los agravios se heredan de generación en generación y un intento de genocidio puede justificarse por el orgullo herido de una derrota en una batalla del siglo XIV, como pasó hace treinta años. 

Me han gustado mucho estas dos novelas negras. Por ese Kentucky profundo que desconocía y por cómo mezcla la aspereza de los hombres con la belleza quitahipos de la naturaleza. Hay descripciones de pájaros, árboles y flores. Fugaces duelos de colibríes. Rocío dibujando arcoíris sobre los charcos. Ardillas que observan sin miedo a los hombres, como si nunca hubieran visto ninguno. Arrendajos azules, cigarras y montañas de paredes escarpadas. Y ancianos montañeses tan mimetizados con su entorno que se internan en los bosques y desaparecen como si los árboles recibieran a uno de los suyos. 

Ya estoy esperando impaciente la continuación. Amigos de Sajalín, vaya descubrimiento. 



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