miércoles, 25 de enero de 2023

LA VERGÜENZA

Tengo sentimientos encontrados con este libro. Me atrae, me interesa, y al mismo tiempo el tono lo siento tan glacial que se me cae de las manos. Es una casa cerrada en la que no entro porque no encuentro puertas, y también, quizá, porque lo que veo a través de las ventanas me parece inhóspito como una intemperie en invierno. 

Aun así, sigo leyendo. El ritmo de la narración tiene algo hipnótico. O quizá sea precisamente ese distanciamiento. Esa falta de emoción en el relato de las cosas más íntimas que me obliga a seguir mirando y poner de mi parte lo necesario para dar sentido a lo que leo. Es como si una abuela se pusiera a contar con un tono monocorde dirigido hacia dentro, hacia el recuerdo, una historia despiadada de su infancia y la ausencia de calor en su voz apagara el resto de conversaciones. Con un tono animado por cualquier emoción, provocaría sorpresa o indignación. Contada así solo provoca sobrecogimiento. 

La historia transcurre en un pueblo de Normandía en 1952. Un pueblo sin nombre que podría ser el de nuestros abuelos aquí en España y cuyas mezquindades son tan universales que da casi vergüenza y miedo reconocer su familiaridad. Ernaux describe su infancia rodeada de gente miedosa y estricta, cuyas vidas están regidas por códigos y normas inmutables. Gente que disfruta lo indecible criticando al detalle la vida íntima de los demás, pero que no tolera la más mínima crítica de nadie. Que quiere ver y saber intimidades de los otros, que mantiene las cortinas siempre corridas con un mínimo pliegue abierto para tener un ojo vigilante en el vecino. Que piensa que las personas enfermas son siempre sospechosas de no haber puesto el suficiente interés o la suficiente destreza en estar sanas. Que no alaba a nadie más que lo imprescindible por miedo a parecer servil. Que en lo malo hace siempre mucho hincapié porque se piensa en el deber de ayudar a corregir lo defectuoso en los demás. Que piensa que mostrar emociones positivas en público es impúdico, al contrario que quejarse, siempre legítimo y autoafirmativo. Que nunca llora, porque la fragilidad es fea. Que no expresa sus emociones, por falta de vocabulario. Que no aprecia la soledad, porque al que no está bajo su ojo vigilante no se le puede controlar. Que valora la cortesía, pero solo para los extraños. Que reserva los gritos, los reproches y el maltrato psicológico para las personas más queridas, porque así todo queda en casa y nadie se entera. Gente que ha aprendido que esa es la forma adecuada de vivir y que no entiende que pueda haber ninguna otra mejor. Ser como todo el mundo: ese es el objetivo. Y para ello, dedicar toda la vida a suprimir, limar y sofocar todo aquello que se salga del rígido molde de las convenciones. 

Educada en estas normas, Annie Ernaux presenció, con doce años, cómo su padre intentó matar a su madre. Al trauma siguió inmediatamente la vergüenza. Nada en su educación la había preparado para algo que se saliese de la norma de manera tan estrepitosa. Se sintió indigna. Inmerecedora de la excelencia de su colegio católico, de su vida intachable. Después de basar su comportamiento en el miedo a que otros pudieran juzgarlo, qué agonía pensar que alguien pudiera enterarse. Que alguien pudiera descubrir su vergüenza, señalarla como la infame, la descarriada, la culpable, la hija del hombre que quiso matar a su mujer. 

Siempre me han despertado mucha curiosidad los marcos mentales que nos construimos para vivir. Cómo los creamos en función de las expectativas, de nuestra sensibilidad y de lo que consideramos correcto e incorrecto. Yo no comparto casi nada con los marcos del mundo que describe Annie Ernaux en esta novela. Pero me parece asombrosamente parecido a otras formas de entender el mundo de personas que he conocido a lo largo de mi vida. Desde un rincón de Normandía hasta casi cualquier pueblo de la España vacía, no deja de sobrecogerme el éxito que ha tenido desde hace tanto tiempo esta educación basada en la represión, la violencia contenida (o no) y la ansiedad por controlarlo todo, y que todavía, en tantas familias, tantos niños tengan que crecer en esa jaula.  




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