Querida Luisa, qué maravilla. Qué preciosidad de novela. He llegado a la última frase conmovido y con la piel de gallina. A ver ahora cómo te doy las gracias. Lo comentaba hace un rato con un amigo, no tengo ni idea de cómo voy a hablar de esta historia. De cómo voy a recomendarla. ¿Se dejarán Manuela, Irene y Juan contar con palabras? ¿Se dejarán traer a la librería y ponerse a la vista de todo el mundo? Pienso que llevan demasiados secretos dentro. Demasiada delicadeza. Demasiada fragilidad en sus esperanzas. Pero no voy a poder callármelos. Buscaré la manera de traerlas aquí conmigo. Será una forma de darte las gracias.
No sé cómo llegó esta novela a la librería. No recuerdo en qué momento marqué un 1 en una casilla y validé el pedido de novedades en el que estaba este libro. ¿Qué me atrajo? No lo recuerdo. ¿Qué nos atrae de un libro cuando no sabemos nada de él y solo vemos una portada y tres frases promocionales? ¿La portada, el título, la autora, la editorial? Una mezcla fulgurante de todo ello, quizá. Porque cualquier librero decide qué novedad pedir en tres o cuatro segundos, este sí, este no, este no, este tampoco. Decimos no a nueve de cada diez novedades que nos proponen editoriales y distribuidores. Y cuando ese uno que elegimos resulta ser una maravilla inapelable como esta, un ser diminuto salta en nuestro interior para celebrar que nuestra intuición ha vuelto a funcionar: ¡eureka!
La ceguera es una desnudez extrema. Irene lo siente cuando sale a la calle. La desnudez. Como si todo el mundo la mirara, la señalara con avidez. Al perder la vista, un mundo entero desaparece. Y el que queda se reduce a lo que permanece al alcance del resto de sentidos. Un alcance tan limitado. Pero Irene no se resiste a salir al mar, a nadar a pesar de la oscuridad, de la amenaza. Cuando la vida se desmorona, siempre queda la lucha.
Juan no sabe guardar secretos ni mentir. No sabe camuflar las palabras que no quiere decir detrás de otras palabras que distraigan a los demás de su secreto. Y como no sabe esconder palabras en su cabeza, decide que lo más seguro es no decir ninguna. Rodearse de silencio absoluto. Dejar de hablar. Así no podrá mentir ni revelar ningún secreto. Así el daño se quedará dentro, y no podrá llegar a nadie más.
"Manuela dejó Colombia para no conformarse con la costumbre. Porque la costumbre es como una ceguera, una venda en los ojos que no te deja ver la vida". Huyó de una vida que era como leer siempre el mismo texto, todos los días, hasta que la repetición hacía que ya no distinguiese las palabras y todo pareciera ya vivido, ajado, caducado. Y ahora está aquí, cuidando de Irene, aprendiendo a ver con las manos, como ella. Y cuidando de Juan, esperando pacientemente a volver a escuchar la voz de su hijo, una voz que necesita para completar el círculo de su recién estrenada felicidad.
Abrí esta novela al azar sin esperar nada. Y el aluvión de delicadeza, poesía y optimismo ha sido abrumador. Aluvión de ternura y bondad. De tantas cosas buenas, Luisa, tantas cosas buenas, que no sé aún cómo lo voy a hacer pero voy a traer a Manuela y a Irene y a Juan a mi pequeña librería porque sus historias merecen nuevos espacios donde expandirse. Nuevos lectores en los que sembrar su sensibilidad y calidez, tan imprescindibles para combatir la aspereza de estos tiempos.
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