Este ensayo me ha tenido una semana tomando notas, con la cabeza ocupadísima. Me ha hecho repensar la economía, la educación, la política, la sociedad y las relaciones familiares y de pareja. Es erudito, fluido, ocurrente, a ratos divertido y a ratos aterrador. Pero sobre todo es esperanzador. O al menos así lo quiero pensar. Trata sobre una sociedad donde triunfan la ambición y la competitividad. Donde importa más destacar el mérito que difuminar las desigualdades. Donde los exámenes son vitales, no para verificar que todo el mundo aprende, sino para separar ganadores de fracasados. Pero donde hay espacio, mucho espacio, para cambiar las cosas y apostar por la igualdad.
"Para cambiar la política, primero debes cambiar la cultura". Esto lo decía Steve Bannon, el famoso ideólogo de extrema derecha, y tenía razón. La cultura de la igualdad, predominante entre 1945 y 1973, se ha ido convirtiendo poco a poco en un reducto ideológico de la izquierda del que una mayoría de la sociedad ha aprendido a desconfiar. Ese es el triunfo del neoliberalismo que nos gobierna, y es un triunfo ante todo cultural, que ya ha empezado a triunfar en la política. Contra la idea de igualdad, que las élites conservadoras asocian cada vez más a un autoritarismo comunista, nos han vendido un tipo de libertad muy concreto: la libertad de aspirar a disfrutar de los derechos de las élites y convertirnos en ellas. Algo que, por supuesto, las élites nunca dejarán que ocurra.
Pero este triunfo neoliberal también nos enseña el poder del cambio a corto plazo. En 1935 nadie podría haber soñado con el estado del bienestar que ya era una realidad en muchos países europeos en 1960.
¿Quién habría dicho en 2019 que en 2020 una pandemia mundial provocaría una crisis económica agudísima y que la receta esta vez no sería la austeridad sino la inversión pública? Las sociedades pueden cambiar muy rápidamente. Es una cuestión de voluntad política y de asumir el riesgo de apostar por el cambio.
Otro cambio brutal ha sido la revolución de la igualdad de género y de trato. Hoy en día los hombres cambian pañales y las mujeres dirigen naciones, algo totalmente impensable hace cien años. Y ha desaparecido casi del todo la deferencia de trato hacia personas poderosas, con la excepción de la monarquía, que también ha vivido su propia revolución igualitaria, al menos en la comunicación y en las formas.
El mayor reducto de desigualdad de género por desgracia sigue estando en las familias. Los núcleos familiares son los más reacios a cambiar dinámicas de dominación y dependencia que llevan en vigor muchos siglos y que han evolucionado mucho más despacio de lo que ha evolucionado la sociedad. Así, de puertas para afuera los miembros de una familia pueden declarar abiertamente su adhesión a la igualdad de género y votar a partidos de izquierdas que promueven políticas activas de igualdad, pero de puertas para adentro mantener una rigurosa separación de tareas domésticas y responsabilidades por género, con lo que eso supone para la falta de independencia y desarrollo personal de sus miembros.
La igualdad dentro de casa se percibe como buena educación y la igualdad fuera de ella como amenaza para la libertad. No toleramos la competitividad abierta entre nuestros hijos porque entendemos que fomenta el egoísmo y envenena los vínculos familiares. Sin embargo, fomentamos la competitividad en el trabajo y en la sociedad porque estamos tan acostumbrados a ella que no pensamos que hay otras formas de relacionarnos con desconocidos que no tengan que pasar forzosamente por salir victoriosos de las comparaciones.
Nuestro mundo funciona mediante un sistema que permite que una minoría se enriquezca sin límite a costa de aumentar la diferencia entre su riqueza y la de la mayoría. Y pensamos que este sistema es inevitable. Que la desigualdad creciente no solo es inherente a nuestra forma de entender el mundo, sino deseable para que este prospere. Este libro demuestra que basta mirar a nuestra forma de actuar con familia y amigos para entender que la desigualdad sistemática nos repugna moralmente. Y que otras formas más igualitarias no solo serían más justas y más éticas, sino más productivas y enriquecedoras para el conjunto de la sociedad.
A mayor número de trabajadores sindicados, mayor igualdad salarial. El debilitamiento de los sindicatos provoca desigualdad y empeoramiento de la calidad de vida. La decadencia de los sindicatos y de la defensa activa de los derechos de los trabajadores es tal que hoy en día una barricada es sinónimo de terrorismo y caos, no de defensa de ningún derecho. Esa ha sido una de las victorias del capitalismo del siglo XXI: convencernos de que las protestas colectivas no solo son peligrosas sino que son moralmente inaceptables. Ahora solo nos permiten quejarnos individualmente, y ya sabemos qué resultado tiene eso: nulo poder de presión, sometimiento a la empresa. En algún momento dejamos de pensar que el camino de la igualdad tenía que ser por fuerza colectivo. Y es una tragedia, porque solo entre todos podemos construir un mundo más igualitario, es decir, más próspero para todos.
Hoy en día, "entendemos la igualdad como el derecho a disfrutar de los privilegios de las élites, no como nuestra obligación de compartir con nuestros iguales". En nuestra mano está cambiar esta dinámica. Cada día. Con nuestro voto y nuestros actos.
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