La bella guerra de los desfiles heroicos de 1914 se había transformado, cuatro años después, en una gélida máquina de aniquilación en masa. Y la compasión llevaba a los civiles a pensar que, a la vuelta del frente, los soldados serían felices con poco, que disfrutarían de la vida sencilla como si fuera un regalo. Que tras el infierno vivido, el simple hecho de estar a salvo les haría felices. Qué error. Para Bernard, la vuelta del frente tenía que conllevar un ajuste de cuentas con los que no habían sufrido, con los inconscientes del suplicio de tantos millones de hombres, con los que seguían pensando que aquellos cuatro años habían sido una heroicidad necesaria para seguir alimentando la gloria de la patria francesa. Bernard iba a querer recuperar esos cuatro años de sufrimiento estéril, de juventud perdida en el barro para nada. Con avidez y rabia, recuperar ese tiempo robado por una sociedad frívola y complaciente que nunca había intentado entender el sufrimiento indecible soportado por millones de hombres a unos cuantos kilómetros de sus casas. Recuperarlo a través del dinero fácil. De las mujeres fáciles. Del lujo brillante y efímero de esos descontrolados años veinte en los que él se vengaría apropiándose de la parte más suculenta del pastel que pudiera encontrar.
Tras el fin de la guerra, los soldados franceses volvieron del frente a un país saturado de gloria y de sangre que llevaba ya mucho tiempo mirando hacia otro lado. Una sociedad en crisis, llena de miseria y oportunidades, que la guerra había dejado vulnerable y anhelante, con una cicatriz larga y sinuosa, descuidada y supurante. Una cicatriz en la que Bernard hurga con las dos manos, hambriento de vida, demasiado hambriento para permitirse el lujo de conservar escrúpulos.
Irène Némirovsky retrató en esta novela una sociedad herida, reflejo de la que Vera Brittain describió tan bien en su Testamento de juventud. Al igual que en Los bienes de este mundo, la historia recorre tres décadas de la historia de Francia, desde unos años antes del estallido de la primera guerra hasta el inicio de la segunda, treinta años cuyos terremotos bélicos y financieros afectaron profundamente a la mayoría de franceses, como también refleja maravillosamente Pierre Lemaitre en su trilogía de entreguerras, de la que ya se han publicado las dos primeras: Nos vemos allá arriba y Los colores del incendio.
La deshumanización que provoca la ambición política es uno de los temas recurrentes en las novelas de Némirovsky y en esta novela aparece en el personaje de Bernard con una dureza impactante. Hay una crítica feroz de la decadencia de los valores burgueses, siempre acompañada de una profunda compasión por las desesperanzas íntimas de las mujeres que desean amor, confianza, voluptuosidad incluso, y una vida tranquila y feliz que no pase por tener que humillarse al deseo violento y caprichoso de los hombres. Hay también una descripción dolorosa del abismo que separa a los hijos de sus padres cuando se dan cuenta de que los valores heredados ya no sirven para entender un mundo que ha renacido con otra cara de las cenizas de la guerra.
En fin, Némirovsky toca tantos temas con tanta profundidad e inteligencia en cada una de sus novelas que es imposible ir desgranándolos todos. Y además no hace falta. Tras la lectura de estos fuegos de otoño "que purifican la tierra y la preparan para nuevas siembras", he respirado una vez más, feliz y agradecido, por poder seguir leyendo la prosa asombrosa, llena de dolor y humanidad, de una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos.
En fin, Némirovsky toca tantos temas con tanta profundidad e inteligencia en cada una de sus novelas que es imposible ir desgranándolos todos. Y además no hace falta. Tras la lectura de estos fuegos de otoño "que purifican la tierra y la preparan para nuevas siembras", he respirado una vez más, feliz y agradecido, por poder seguir leyendo la prosa asombrosa, llena de dolor y humanidad, de una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos.
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