Un día, hace unos quince años, escuchando a una compañera de conservatorio me eché a llorar. Ella acababa de llegar a Salamanca y apenas nos conocíamos. No recuerdo qué me contó, si se le había muerto la abuela, la había dejado el novio o le habían puesto un cinco que merecía ser un nueve. Pero recuerdo como si fuera ayer el momento en que bajó la cabeza, se le rompió la voz y yo me quedé callado mientras notaba asombrado cómo unos lagrimones inesperados se me caían por las mejillas. Ella me vio y se echó a reír, ¡ay, si no es para tanto!, me habló de las neuronas espejo y nos hicimos amigos.
En la librería me han llorado varias veces. Aquello de que los libreros recetamos libros a la vez que pasamos consulta es un mito que se vuelve realidad más a menudo de lo que la gente sospecha. Pero rara vez se me descontrola la emoción con desconocidos. Tiene que pasar algo especial, una conexión extraña que nunca identifico. Algo como que venga un señor mayor a pedirme el último de Pierre Lemaitre, y se entusiasme al saber que lo acabo de leer, y me cuente cómo ha disfrutado con los anteriores y que qué fiera de escritor, qué portento, la única pega que le pongo, chaval, la única, es que no pueda ir a contárselo a mi mujer, con lo mucho que le gustaba. Cada vez que salía yo de casa cruzaba el paso de cebra y al poner un pie en la otra acera me giraba, miraba para arriba y allí estaba ella, en la ventana de la derecha, una mano en la cortina y la otra saludándome. Todavía me giro, ¿te lo puedes creer? Hay gestos a los que uno simplemente no puede renunciar. Placeres cotidianos como venir aquí y comprarte el último de Lemaitre.
Se le veía feliz hablando de su mujer y sus saludos. Y yo le sonreía mientras les decía a mis neuronas espejo que se portaran bien, que se volvieran cóncavas o convexas o se dieran todas la vuelta por un ratito y me dejaran en paz, que quería disfrutar de la anécdota de este señor como un librero recetador de libros profesional.
Al poco de irse este caballero, entró una señora blandiendo un ejemplar de Los colores del incendio. Este libro me ha salvado el fin de semana, qué puñetera maravilla, exclamó toda exaltada, y nos pusimos a hablar de la novela con los ojos brillantes como niños delante de un escaparate de pasteles. Nos atropellábamos las frases, nos reíamos, hacíamos muchos aspavientos. Parecíamos adolescentes en éxtasis tras haber escuchado las nuevas canciones de nuestro músico favorito. Fervor. Hablábamos con fervor.
Si yo fuera Pierre Lemaitre no necesitaría más explicación que esta para sentarme feliz a descansar y escribir una continuación ya mismo. Pero como no soy Pierre Lemaitre y él quizá eche de menos (y alguno de vosotros también) una reseña un poquito más explicativa, diré que esta novela de aventuras está escrita un poco al estilo de Dumas, está ambientada en el París de finales de los años veinte y los protagonistas forman parte de una familia de banqueros cuya apacible existencia va a saltar por los aires con el crac de 1929. Todo aderezado de unas corruptelas muy humanas y cotidianas y unas ansias de venganza capaces de provocar en cualquier lector un levantamiento armado muy peligroso de neuronas espejo dispuestas a todo.
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