Todo comienza con una serie de personajes rumbo a Nueva York. Estamos a finales del siglo XIX y todos son pasajeros de tercera clase, todos son relativamente pobres y todos cargan con sus dramas personales en busca de un nuevo comienzo para sus vidas precarias. Todos duermen, o tratan de vencer el insomnio, amontonados en la bodega, sobre el suelo, hacinados como sardinas, sin ventilación, sin espacio apenas para moverse. Todos ellos emigrantes, huyendo de la desolación y de la vergüenza de su pobreza. Todos ellos soñando con una vida mejor en un país de oportunidades, una vida libre para empezar de nuevo en un país libre que no los trate como esclavos.
Todo lo que sucede en los días de travesía por el Atlántico determinará, sin que puedan adivinarlo, sus años posteriores. Años de buscar ese sueño, ese gran sueño que todo emigrante lleva consigo cuando lo deja todo y se lanza a la aventura de empezar su vida de nuevo en otro país, en otra lengua y otra cultura.
He vivido un Nueva York sin rascacielos y sin asfaltar. Una ciudad fronteriza, insegura y peligrosa, llena de inmigrantes de decenas de nacionalidades distintas capaz de ofrecer todas las oportunidades y tratar a todo el mundo como esclavos. Una ciudad magnética donde todos son extranjeros pero todos comparten un anhelo común: convertirse en americanos, formar parte de eso tan enorme e intangible llamado América.
Como sucede con todas las novelas de Jordi Sierra i Fabra, tanto las juveniles como las de adultos, he pasado por esta como una exhalación. Su forma de escribir es como una locomotora a toda máquina. No te suelta. No te da respiro. Te agarra con fuerza la curiosidad y te lleva por donde quiere sin que se te ocurra decir otra cosa que no sea más, quiero más aventuras de estos personajes, por favor, que no se acabe este gran sueño.
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