Constant bebe. Pero no como la mayoría de sus compañeros de instituto, a sorbitos con la copa inclinada, mirando a la chica de reojo mientras buscan inspiración en los reflejos dorados del alcohol. Bebe. Pero no para atreverse a sacar a la rubia del fondo a bailar, ni para desatarse la lengua y enarbolar discursos irresistibles como banderas al viento y ser ese otro Constant soñado que seduce, conquista y triunfa allá donde pisa. No. Constant bebe de un trago y sin saborear y pide otra antes de que le empiece a hacer efecto. Constant bebe con ansia y con necesidad, bebe para saciar una sed que se renueva cada mañana, para amansar a la fiera que le muerde las entrañas. Bebe para sentir el cosquilleo de poder en sus manos, para alimentar el brillo de violencia en sus ojos con el que luego seducirá a la rubia del fondo, la tumbará en su discurso heroico como una bandera y la golpeará para enardecer su deseo y marcar un territorio que a la mañana siguiente parecerá tierra quemada, pero que su padre y sus millones se encargarán de hacer desaparecer. Constant Bradley tiene diecisiete años, y el apellido, la fortuna y el talento para aspirar a ser presidente de los Estados Unidos de América.
Dominick Dunne es uno de los autores más sofisticadamente entretenidos que he leído. En un par de páginas de esta Temporada en el purgatorio o del anterior libro suyo que leí, Una mujer inoportuna, pasan más cosas que en novelas enteras. Siempre escribe sobre la corrupción de las clases altas norteamericanas en la segunda mitad del siglo veinte. Se nota que es un asunto que le obsesiona. Y en su prosa, esa obsesión se vuelve un milagro de fluidez, de ritmo y de diálogos hipnotizantes.
¿Y quiénes son esas clases altas que tanto le obsesionan? ¿Qué hacen? ¿Por qué nos interesan?
En un momento de esta novela, el protagonista compara a los Bradley con el Gran Gatsby: "Su amigo Nick dijo sobre los Buchanan, aunque podía haber estado refiriéndose a los Bradley: "Eran gente descuidada... Destrozaban cosas y criaturas y después se refugiaban en su dinero o en su vasta negligencia o en lo que fuera que los mantenía unidos y dejaban que otra gente limpiara el desorden que habían causado"". El desorden, claro está, podía llamarse robo, tráfico de influencias, extorsión o sencillamente asesinato. El poder ejerce un magnetismo especial, una fascinación irresistible en quienes no lo poseen. Y nos interesa porque todos lo ansiamos una parte, por pequeña que sea, de ese pastel. Aunque lo temamos. Aunque la felicidad que nos traiga sepa a veneno. Aunque nos rompa y nos desfigure.
Dominick Dunne escribe, con su habitual bisturí psicológico, sobre cómo la magnificencia del éxito puede hartar y saturar y anular el talento. Sobre el peso de los remordimientos, sobre cómo el paso del tiempo entierra a menudo el sentido de la responsabilidad. Sobre el precio que hay que pagar por conservar la conciencia en una sociedad que alienta la hipocresía y el olvido. Algunos personajes secundarios aparecen en varios de sus libros, son hilos que ayudan a unir todavía mejor el tejido de su obra. Una obra dedicada a esa gente tan acostumbrada a la veneración pública que están profundamente convencidos de que el mundo se rige por dos leyes naturales: la que afecta a los demás, inamovible; y la que les afecta sólo a ellos, siempre adaptable a sus caprichos. ¿Quién no conoce a gente así? ¿Y a quién le deja indiferente?
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