La antesala de la muerte no es la enfermedad, sino el hastío. La falta de deseo, de entusiasmo, de curiosidad. Encogerse de hombros ante los colores de una vidriera gótica o no distinguir un nocturno de Chopin del ruido de fondo de la tele. Esa inclinación por hacer cosas mecánicas, por limpiar lo ya limpiado, volver a coser lo descosido, para evitar mirarse hacia dentro y afrontar el espanto de un vacío irremediable. De un espíritu apagado hace ya tiempo.
Si la antesala de la muerte es el hastío, el deseo puede convertirse por sí mismo en una especie de inmortalidad. La elocuencia, en la llama que alumbra a pesar del dolor. Las palabras, en el último refugio. Así lo entendía Anatole Broyard, famoso crítico literario del New York Times, y así afrontó el cáncer de próstata que acabó con su vida en 1990, según se desprende de las páginas de este libro escritas pocos meses antes de morir. Con un tono apasionado, irónico y siempre elegante, nos habla de la necesidad de poder vivir la enfermedad como uno elija, con todo el dolor, la ira, la ironía o la guasa que uno desee. Y así, en la medida de lo posible, poder llegar a la muerte con el espíritu despierto, poder morir estando vivo.
Cuando alguien enferma gravemente, a menudo es rodeado inmediatamente de un coro de compasión. La familia, los amigos y los conocidos adoptan esa mirada singular, ese silencio, ese repentino pudor que impide ponerle nombre a las cosas y seguir dejando abiertas las puertas de la ironía, de la sinceridad y de la rabia. Esa compasión, que no es otra cosa que una respuesta instintiva del amor, hace que se vuelva fuera de lugar bromear sobre la enfermedad, hablar de ella sin eufemismos o quejarse amargamente y maldecir la mala suerte y el gotero. Pero esa compasión, ¿de qué le sirve al enfermo? ¿Le compensa tanta solicitud a cambio de tanto silencio? Quizá porque todos los enfermos de cáncer se parecen pero cada uno sufre su enfermedad a su manera, Anatole Broyard sugiere que la compasión a menudo es el calmante de la conciencia de los sanos, y que los enfermos necesitan hablar y ser comprendidos más que ser compadecidos por un coro de caras preocupadas.
Cuando el dolor de lo inmediato se vuelve avasallador, no hay mejor refugio que lo sublime. Un poema, una canción, un cuadro. Pero para ello es vital haber aprendido que el arte no sólo puede ser un espejo en el que mirarse, un marco agradable que embellece la vida, sino un hogar en el que resguardarse de la miseria de un cuerpo envenenado, un hogar que nos contenga, en el que podamos reconocernos, el arte como el as que nos guardamos en la manga para intentar engañar a la muerte y estirar el tiempo en la última partida.
Para Anatole Broyard, tras una vida entera dedicada a disfrutar y analizar la literatura, las palabras fueron un escudo, un filtro ante la enfermedad: "Obliga al cáncer a pasar por mi carácter antes de que pueda llegar a mí". Es curiosa esta disociación entre carácter y materia, entre la libertad de resistencia del espíritu frente a la vulnerabilidad rendida del cuerpo. Él se dio cuenta muy pronto de que uno no puede controlar cómo avanza el cáncer por el cuerpo, pero sí puede elegir qué sentido puede darle a los últimos meses de una vida. Quiso escribir hasta la muerte para cerciorarse de estar vivo cuando muriera. Para que la enfermedad no acabara con su deseo antes que con su cuerpo. Este libro es la prueba de que lo consiguió. Y un regalo maravilloso para todos los que pensamos que la muerte es una parte del tejido de la vida que merece ser vivida con libertad hasta el final.
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