Este blog es un resumen de nuestras lecturas. A menudo, de nuestras lecturas dolorosas, que salen de un compromiso batallador hecho de rabia y pena, por más luz que escondan. Buscamos en los libros el disfrute de una buena historia, pero también un instrumento que transforme y amplíe nuestra forma de ver el mundo. Y que lo haga a través de todo aquello que en el día a día se nos queda fuera de encuadre. Reseñamos libros, a menudo, como quien tira dardos para señalar alguna enfermedad social. Como quien tiende una mano para tratar de aplacar el dolor inabarcable de tantos.
Pero a veces hay que parar. Dejar reposar todo ese compromiso doloroso en la pila siempre creciente de libros por leer y regalarse una lectura amable. Una carcajada sin consecuencias y un beso dulce en los labios para irse a dormir con la conciencia ronroneante.
Para despedir con alegría el 2019 con esta última reseña, la número 100 este año, esta novelita de Didierlaurent es perfecta. Recuerdo con cariño aquella primera novela que leí de este autor, El lector del tren de las 6.27, allá por 2015. Era una mezcla estupenda de comedia extravagante e intriga amorosa que se dejaba leer como un cuento al calor de la chimenea, con una sonrisa y sin sobresaltos. Esta es igual, con sus temas importantes (la vejez, la muerte, la eutanasia, los abismos familiares) siempre aderezados de esa gracia ligera que quizá sólo brote espontáneamente de los franceses.
Ella es una ayudante a domicilio. Una hora al día va a la casa de personas mayores que ya no pueden realizar ciertas tareas debido a su salud. Y siempre se las apaña para hacer que esa hora sea algo más que un trabajo rutinario. Algunos la desafían dejando un billete de cincuenta euros, siempre el mismo, en distintos lugares de la casa. Otros prefieren que dedique su tiempo a jugar al Scrabble, que es mucho más útil y necesario que cocinar o pasar el polvo. Y luego está Samuel, con sus números tatuados en la muñeca y sus tartas selva negra de los jueves, para quien Manelle es la nieta que nunca tuvo, una bocanada de alegría y aire fresco en su vida recluida.
Él es tanatopractor y maquillador de una troupe de teatro amateur. Oscila entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos, embelleciéndolos a los dos. Entiende que la belleza salva del dolor y dulcifica la memoria, y que todos tenemos el derecho de poder llevarnos el recuerdo de nuestros seres queridos sin el espanto que deja la muerte en los cuerpos que invade. No se habla con su padre pero adora a su abuela, con sus dulces bretones rebosantes de espumosa mantequilla, sus ideas locas sobre cómo detectar a las buenas personas y su amor generoso y vivaz como una cancioncilla infantil.
Cada capítulo de esta novela tiene la redondez de un relato corto. La vejez y la muerte planean por toda la historia y, sin embargo, la he terminado como si me hubieran regalado una caricia bondadosa y una inmensa carcajada llena de vida. Ojalá el 2020, y el resto de nuestras vidas, sigan siempre llenos de los gestos cotidianos de amor que tan bien describe Jean Paul Didierlaurent.
Cada capítulo de esta novela tiene la redondez de un relato corto. La vejez y la muerte planean por toda la historia y, sin embargo, la he terminado como si me hubieran regalado una caricia bondadosa y una inmensa carcajada llena de vida. Ojalá el 2020, y el resto de nuestras vidas, sigan siempre llenos de los gestos cotidianos de amor que tan bien describe Jean Paul Didierlaurent.
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