Una palabra que se repite mucho en este libro es "abominación". No sé si es porque su uso es relativamente infrecuente o porque quienes más la pronuncian son los cristianos, pero a mí me suena con una rotundidad terrible, me suena a maldición bíblica, a condena eterna. En este libro, la palabra tiene la connotación más habitual en el mundo cristiano radical: la abominación es el pecado del cuerpo, es la tentación del placer, es cualquier desviación de la heterosexualidad monógama tradicional: la abominación es, para muchos, simplemente atreverse a amar.
Garrard Conley (1985) es un chaval al que sus padres, al descubrir que es gay, meten en una terapia de conversión de la homosexualidad para tratar de curar su particular "abominación". Allí tratarán de borrar su identidad, de extirparle la emoción, las sensaciones y la percepción de su propia sexualidad hasta el punto de volverle loco. "El miedo a la vergüenza, seguido del miedo al infierno, era lo que realmente impedía que nos suicidáramos".
En su comunidad de cristianos bautistas, la heterosexualidad ha de estar presente en cada pequeño aspecto de la vida de cada uno, desde tu forma de andar o vestir hasta tu tono de voz o el vocabulario que usas. El mundo, para no ser abominable, debe estar perfectamente dividido entre lo masculino y lo femenino, y ambos deben ser dos polos opuestos que se atraigan, por el bien de la especie y de Dios. En su comunidad, como en tantas otras, ser homosexual es una enfermedad que hay que corregir. Es una identidad falsa que no debe existir, y que debe ser sustituida por la identidad correcta, la identidad que Dios ha querido que cada uno tengamos.
Cuando Garrard Conley entró en esta terapia tenía apenas diecinueve años. Era un chaval en su primer año de universidad, un chaval que no había aprendido todavía el lenguaje adecuado para expresar sus sentimientos, las palabras necesarias para defenderse. Como cualquier chico de su edad, le desesperaba ser aceptado por los demás. Buscaba esa euforia que sintió la primera vez que salió con una chica, por probar, y vio la aprobacion en la mirada de los demás. Una aprobación que le costaría un esfuerzo sobrehumano conseguir, como no fuera forzándose a hacer lo que no quería, a ser quien no era.
Estas memorias me han recordado a Una educación, las memorias de Tara Westover sobre su infancia en una comunidad mormona en Estados Unidos. Ambos cuentan cómo el fanatismo religioso puede destrozar la vida de las personas al intentar que quepan en la estrechez de una idea insensata. Ambos insisten en el sufrimiento que supone tener que elegir entre la cordura y el amor de tu familia, en la rabia que sienten los que se ven expulsados de una comunidad simplemente por querer estudiar, ver mundo, o simplemente amar libremente.
A Conley Garrard le dijeron que el sexo gay era lo mismo que violar, que los homosexuales eran todos depredadores, pederastas. Le dijeron que la homosexualidad y la permisividad de nuestra cultura occidental eran los culpables del terrorismo y de las enfermedades y de los ciclones y de las desgracias del mundo. Le dijeron que confiara en Dios y obedeciera. Que pidiera perdón, que se arrepintiera, que suplicara por su alma, que fuera un buen siervo del Señor y dejara de pensar por sí mismo. Le dijeron que tenía que desprenderse de su tara, de su adicción, de su pecado. Que abandonara ese capricho que a ojos de Dios siempre sería una abominación.
Cartel de la adaptación cinematográfica |
Esto ocurrió en 2004 en Estados Unidos. Love in Action, el centro de terapia al que acudió Conley, llevaba en activo varias décadas promoviendo estas terapias, con la aprobación de las comunidades del sur del país. Centros como estos también existen en Europa, promovidos por la Iglesia Católica. Sin ir más lejos, el Obispado de Alcalá de Henares promovió y amparó durante mucho tiempo cursos clandestinos e ilegales de conversión de la homosexualidad.
Toda idea incuestionable es una cárcel. Con su insistencia en "lo natural" de la heterosexualidad, los homófobos sólo demuestran su incapacidad para aceptar las realidades que no pueden imaginar. Libros valientes y contundentes como este, junto a editoriales tan necesarias como Dos Bigotes, muestran no sólo que algunas doctrinas religiosas vulneran los derechos humanos más básicos, sino que la intolerancia también se puede vencer con amor. Que toda idea incuestionable, si se combate de la forma adecuada, puede volverse cuestionable, relajar sus barrotes y soltar a sus presos de una vez y para siempre.
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