lunes, 2 de julio de 2018

EL VESTIDO AZUL

Camille Claudel es una mujer mayor que ha dejado de hablar. Todos los días, si no llueve, sale al jardín de su manicomio a esperar. Observa los árboles, la luz intermitente entre las hojas. Observa el jardín, siempre en movimiento y sin embargo inmutable, indiferente al paso del tiempo. Observa el mundo y no observa nada. Sólo espera. Espera a aquel que nunca llega. Aquel que la metió allí a la fuerza y siguió de peregrinaje por esos países tan lejanos. Él, su hermano, su amado Paul, tan tierno y tan indiferente. Tan ausente. 

Camille Claudel es una chica de veinte años que estudia escultura. Todos los días va al taller de su venerado Rodin, el famoso Rodin, a trabajar en lo que el maestro necesite: unos pies, unas manos, un cuello. Con sus manos moldea rostros y torsos, figuras palpitantes que parece arrancar de la piedra como si esta fuera el sueño que las tuviera presas. Rodin la observa, esa fuerza de la naturaleza, ese ímpetu alborozado, y se pone a moldearla a su vez, y el rostro de esa Camille, tan firme y despejado, empieza a aparecer en todos sus dibujos y esculturas. El maestro la corteja y ella cae rendida a su violencia y su pasión. Se aman, viajan, pasean, siempre a escondidas, clandestinos, consumiendo su amor en escondites, sofocando su pasión en un idilio torturador y destructivo. Él está acostumbrado a doblegar la voluntad de los demás y ella no sabe cómo canalizar su rebeldía. Amar así es perderse, le dice su hermano Paul, pero cómo no amar así, cómo callarse, cómo domesticar la rebeldía y la cólera y ese amor frondoso y violento como una jungla que le nace de los dedos cuando toca la piedra y de toda su piel enfebrecida cuando el maestro está cerca. 

Camille Claudel es una mujer rota de casi cincuenta años. Vive en pleno centro de París, en una casa destartalada llena de gatos que hace años que no limpia ni ventila. Se pasa los días esculpiendo y las noches destrozando a martillazos todo lo que crea. Sobrevive con las sobras que la gente le deja en la puerta y no habla con nadie. Incluso su querido Debussy, que la amó tanto, la ha olvidado. Así, sucia y perdida en sus propios laberintos, "atrincherada allí como un combatiente sitiado por el enemigo", la encuentran los enfermeros contratados por su madre y su hermano, hombres indiferentes que la levantan como si fuera una maleta y la introducen en un coche de caballos camino de ese manicomio de donde ya nunca saldrá. 

Camille Claudel es una mujer mayor que ha dejado de hablar. Cubre su desnudez dolorida con un velo de eso que los demás llaman locura y que ella simplemente siente como resignación. Su vida se detuvo hace más de treinta años y desde entonces está aquí, en este jardín, sentada en una silla, bajo los árboles, esperando. A veces recuerda cuando Paul venía a verla, una vez cada varios años, su querido Paul. Entonces hablaban de los viajes que hacía, Brasil, Japón, China, de los libros que escribía y del daño que a ambos les hacía recordar. Disfrutaban de la luz azul y de la dulzura de las tardes de verano, y a veces toda esa belleza se volvía áspera, mentirosa, no servía para nada y dolía hasta dejarla sin aliento porque era la prueba de que algunos seres afortunados, quizá la mayoría, quizá todos menos ella y su hermano, podían sustraerse al desastre y al desgarrador final de todas las cosas. A veces recuerda, también, que Paul no ha muerto, que sigue vivo, aunque ya nunca viene. Ya nunca viene. 

Camille Claudel es una fotografía antigua, ajada por el paso del tiempo, que en las palabras de esta novela poética y melancólica cobra vida, y de repente siente y se ríe y goza y ama y desespera y sufre y se pierde y calla y se resigna y espera sin perder el tono evocador, ese tono sepia de toda una vida susurrada una tarde bajo los árboles del jardín de un manicomio, mientras los recuerdos se deshacen lentamente entre las sombras. 


Última foto conocida de Camille Claudel


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