He leído muchas reseñas de este libro. Y casi todas hablan más de los reseñistas que del propio libro, lo cual me parece una maravilla: que la literatura pueda hacer así de espejo para los demás no es muy común. Fármaco no se deja describir con facilidad. Quizá porque lo que cuenta es demasiado íntimo, demasiado intransferible. ¿Cómo describir el sentimiento profundo, el dolor abismal de un monstruo que los que no hemos pasado por una depresión no alcanzamos a comprender? Como mucho podemos asomarnos a él. Tomarle las medidas. Calcular la distancia. Y cada metáfora nos acerca y nos aleja de ese temblor que nos esforzamos por imaginar porque quién sabe, a lo mejor un día nos tocará a nosotros estar ahí, llevando un muerto a cuestas, o amando a alguien que lo lleva y que necesitará que le plantemos cara al horror.
La voz de Almudena Sánchez. Qué hallazgo. Es una voz, como ella misma dice, alterada por los fármacos, los benditos fármacos que convierten el páramo desolado de un cerebro en un jardín habitable. Una voz fina que parece que se va a quebrar al final de cada frase, que se esconde en su timidez pero habla, habla alto y claro y fluido y conmovedora. Una voz que tiembla, que sonríe siempre al borde de la euforia y del llanto. Una voz alocada cuya adrenalina te lanza en un abrazo por los aires y dispara imágenes e ideas en todas direcciones. Una voz capaz de enseñar nuevas formas de percibir el mundo.
Fármaco habla de la depresión de la autora. De una mente que ya no tira y de un cuerpo que se rinde. Un cuerpo que agoniza, "incendiado y frágil", famélico, hinchado, apático, voraz. Un cuerpo hecho harapos, anestesiado, que anhela desaparecer. Zarandeado entre la vida y la nada, entre el dolor y la promesa de una pausa, un respiro un limbo. Trata de sus ganas de cuchillos. De encontrar la herida que justifique tamaño sufrimiento. La herida real, sangrante, escandalosa, la herida que uno pueda enseñar a los demás para convencerlos de que no es un bajón, un estado de ánimo, una tristeza pasajera, para que dejen de ver un raspón en la rodilla cuando lo que uno tiene es medio hueso fuera y todo astillado y los tendones hechos trizas.
Fármaco está escrito "con el corazón en la mano, con ceniza en la mano". Hay poesía y vida en cada página. Y muchas cosas (y pesadillas) que no entiendo. Es un libro "para personas tristes con sentido del humor que alguna vez han notado cómo el cerebro se les marchaba". Trata sobre la enfermedad, pero también es un libro sobre la empatía. Sobre la valentía de hacer frente a lo desconocido y tender una mano al abismo. Sobre el ejercicio tan femenino de cuidar: "reconocer los males invisibles y recogerlos con pulso calmado, las manos limpias; uno a uno".
Los fármacos curan. La presencia y el amor curan. Y la infancia. La infancia es terapéutica. El capítulo sobre Carla es pura belleza estática. Hay todo un mundo glorioso encapsulado en esas cuatro páginas. Un mundo que subrayar de colores y marcar con marcapáginas y al que volver cuando la vida gris y sucia y adulta nos manche con sus tristes miserias.
"La alegría te asusta: un murciélago gigante. No la visualizas. Procuran ayudarte. Te empujan con la punta de los dedos y caes destrozada. Las palmaditas en la espalda son guantazos. El verano es punzante. ¿Quién le dio un cuchillo al sol? Un mediodía quise salir y a los cinco minutos regresé a casa despeinada, con el pulso a mil por hora y los pulmones fatigados. Corriendo. Es que, que hay mucha luz".
La depresión no deja rastro, es una herida sin cicatriz. Quizá este libro sea la cicatriz. La huella de lo vivido. Para tratar de comprender. Y no olvidar.
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