La muerte de un ser querido te desarraiga. Te priva de esa tierra firme que somos todos para las personas que nos quieren, te deja de repente en mar abierto, a merced de una soledad inimaginable. Una parte de ti mismo ha dejado de existir y no sabes qué hacer con ese vacío.
La muerte de los padres nos desconecta con nuestra infancia. De repente perdemos la fuente más fiable de nuestros primeros años de vida y nuestra identidad se tambalea, como una iglesia a la que privan de sus contrafuertes. A partir de ese momento ya no podremos recurrir a nadie para que afiance nuestros recuerdos, para que añada detalles coloridos a nuestras mejores anécdotas infantiles, y empezaremos a inventar esos recuerdos, a crear el mito de nuestra infancia, una época perdida ya del todo ahora que los padres no están para mantener la llama viva de su memoria.
"La pena es un tipo de enseñanza cruel. Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar. Aprendes lo insustancial que puede resultarte el pésame. Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad del lenguaje".
No hay palabras para la muerte. Para lo que nos queda a los que la contemplamos. Y, sin embargo, son las palabras las que nos salvan. Esas palabras imposibles que no existen. Son las palabras las que nos agarran del brazo y nos llevan hacia la superficie, hacia el aire y la luz y la vida que siguen su curso, cruelmente, como si nada hubiera pasado. Incluso hacia la risa, hacia la alegría, esa monstruosidad que espera, pacientemente, a que acabemos de llorar para volver a abrazarnos con su ligereza imprescindible.
También lloramos a través de la risa. El mismo día de la muerte hablamos con nuestros amigos o hermanos y bromeamos. Nos reímos. Recordamos momentos graciosos. Ahuyentamos a la muerte. Aunque la tristeza aguarda siempre ahí, en cada sombra, en cada risa que se apaga al agotarse la broma. La tristeza que también es rabia. Ira profunda. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ella? ¿Por qué él? ¿Por qué yo? El duelo no tiene que ver con quien muere. Tiene que ver con quien sobrevive. Con los cuerpos vivos que laten, inflamados de pérdida, y que pasarán el resto de su vida tratando de alcanzar una realidad que ya no existe.
"¿Es posible volverse posesiva con el propio dolor? Quiero llegar a conocerlo, quiero que me conozca. El vínculo con mi padre me era tan preciado que no puedo exponer mi sufrimiento hasta que haya delimitado su contorno".
El padre de Chimamanda Ngozi Adichie murió en junio de 2020. Fue una muerte repentina, ella había hablado con él el día anterior. Vio su cuerpo inmóvil en una cama de un hospital nigeriano a través de la pantalla de su ordenador desde su casa en Estados Unidos. Y se rompió. Este librito es su homenaje.
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