jueves, 30 de enero de 2020

CORAZÓN QUE RÍE, CORAZÓN QUE LLORA y LA VIDA SIN MAQUILLAJE

Hace poco, en la librería, una señora apretó el bolso bajo el brazo y se fue mirando de reojo al ver que entraba un chico negro. No era la primera vez que pasaba. Al periodista español Moha Gerehou poca gente le cree cuando insiste que es de Huesca. Cuando Obama fue elegido presidente, millones de americanos prefirieron creerse el bulo de que era musulmán y había nacido en África antes que aceptar que tenían un presidente negro. Si los blancos occidentales solemos identificar como extranjero aún hoy, en 2020, a cualquiera que tenga la piel más oscura que nosotros, imaginad cómo trataban en los años treinta los franceses europeos a los franceses de Guadalupe cuando estos iban de visita a su querida metrópoli.

Maryse Condé nació en 1937 en Guadalupe, en una familia negra de clase alta educada en el amor a la cultura y la sofisticación francesas. Un amor voluntarioso y tenaz que no se arredraba ante el racismo evidente que sufrían cada vez que iban de vacaciones a París. En Guadalupe los consideraban unos arribistas soberbios, traidores de su raza, mientras que en París, los camareros de los restaurantes de lujo en los que cenaban les elogiaban su buen dominio del francés con un cumplido que para ellos era una herida en su identidad de franceses, tan duramente conseguida, que ningún francés blanco estaba dispuesto a aceptar. 

En Corazón que ríe, corazón que llora, Maryse Condé cuenta su infancia y adolescencia entre Guadalupe y París. En una serie de peripecias llenas de encanto y desparpajo, relata su educación en una familia orgullosa de haber dejado atrás el destino aciago de la población negra. En el liceo de París, una profesora bienintencionada y defensora de la multiculturalidad le pidió a la pequeña Maryse que hiciera una presentación de un libro de su tierra, y todo lo que esta encontró fueron relatos de esclavitud, algo tan ajeno a ella y a su experiencia como a sus compañeros. ¿Qué hacer? ¿Asumir una identidad en la que no se reconocía? ¿Adoptar, así, el rol que todos los blancos esperaban de ella? "Me dio por pensar, indignada, que la identidad era un vestido que tienes que ponerte, lo quieras o no". A diferencia de sus compañeros, ella tuvo que escoger una identidad. El color de su piel no le dejaba demasiadas opciones. 

En La vida sin maquillaje, nos trasladamos a África, donde una Maryse Condé casada y separada emprendió una búsqueda de sus raíces en la efervescencia de la descolonización. Allí aprendió el amor por un pueblo traicionado por sus gobernantes. Aprendió la compasión. Aprendió que nada pesa más que el sufrimiento de un niño. Aprendió que, como dijo John Lennon, "woman is the nigger of the world", y que no podía dejar que la encasillaran en todas esas pequeñas jaulas verbales (mujer, negra, antillana) que tanto daño hacen a las que no han nacido con privilegios. Poco a poco se fue dando cuenta de que la negritud no era más que una hermosa utopía. A menudo, el color de la piel no significaba nada. No hermanaba a nadie. Sólo dejaba patente lo tristes que podían ser los conflictos entre pueblos que siempre habían sido víctimas del colonialismo.

Este segundo volumen de sus memorias trata también sobre la maternidad, una maternidad insegura, marcada por mudanzas continuas, por el desarraigo, el destierro y el racismo. Su frescura y la sensibilidad llena de encanto que vive en estas páginas por momentos me han recordado a las novelas de Chimamanda Ngozi Adichie. Estos dos libros de memorias son una oda a la espontaneidad y a la libertad, frente a la rigidez de los que se pasan la vida pretendiendo ser otros, controlando y sofocando su verdadera naturaleza. Ambos cantan como pájaros enjaulados, con risa y con llanto, buscando la llave de su libertad. 



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