Vivimos a toda velocidad. Saltamos de tarea en tarea como saltamontes huyendo de un bosque en llamas. Siempre pensando en lo siguiente. Refugiándonos en la efímera seguridad que nos da haber pasado a toda velocidad por el día sin habernos quemado demasiado. Nos da vértigo bajar el ritmo. Apartar los quehaceres banales que nos salvan de cualquier preocupación y afrontar lo importante sin esconderse. Pero, ¿qué es lo importante? Quién sabe. Lo importante podría quemarnos, lo importante podríamos ser nosotros mismos, y darle vueltas a la idea de quiénes somos puede volverle loco a cualquiera.
Estamos tan cerca de las cosas que cualquier cambio nos trastoca. Tratamos de entender la vida a través de sus detalles, y nos enfurecemos por defender ideas que la mayoría de nosotros no sabríamos explicar. ¿Cómo sería nuestra vida si no tratáramos de entenderla a toda costa, si no nos pasáramos los días reivindicando una imagen, una ideología, un discurso, una historia?
Este libro es un remanso de tranquilidad. Es profundo en su sencillez. Ligero en su trascendencia. Cuenta la vida de un hombre llamado Egger en un valle remoto de los Alpes, una vida solitaria, contemplativa por instinto, ajena al ruido de su tiempo. Egger se maravilla con las gotas de rocío que penden de las briznas de hierba, disfruta con el frío agudo de las cumbres nevadas al amanecer, y se siente unido a la naturaleza y a las personas que le rodean de una forma misteriosa y profunda que nunca se le ocurriría analizar. Observa sus manos. Esas cicatrices que "hablarían de desdicha, esfuerzo o logros si Egger pudiera recordar su historia". Pero sólo son cicatrices. No le hacen falta las historias, las justificaciones con las que nos convencemos de que nuestra vida ha merecido la pena hasta ahora, no necesita esas relatos embellecidos y retocados sobre sí mismo para sentirse vivo, palpitante, en paz.
Leer este libro produce una sensación extraña. Una suerte de desprendimiento. Su ritmo ralentiza las pulsaciones, frena esa lucha cotidiana por sacar adelante las minúsculas tareas que llamamos vida. Parece que el silencio tiene otra textura cuando, por la noche, cierro sus páginas, y me quedo quieto, dejando pasar, sin tratar de agarrarlos, jirones de pensamientos breves, como nubes altas, sin lluvia, sin tormenta, sin prisa ni presagios. Enseña, sin proponérselo, una forma de mirar atrás en el tiempo sin zozobra, con una media sonrisa y un gran asombro por toda una vida saboreada con calma.
Y de repente, uno baja el ritmo y el bosque que se quemaba ahora simplemente se mece tranquilamente con el viento y ya no hace falta huir, ni refugiarse en la velocidad de las tareas banales ni en ningún parloteo donde la vida no nos alcance.
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