Pensemos en Caperucita. En los pobres tres cerditos. En el cazador Pedro. Todos víctimas vengativas del ser más vil, despreciado y odiado de los cuentos infantiles: el lobo. La simple palabra, "lobo", despierta un miedo visceral y primitivo que parece hundido en el inconsciente colectivo. El lobo es el mal, encarna los peores valores imaginables y acaba tirado en un río, despellejado, abierto en canal, cocinado, apaleado y desterrado para siempre de nuestro mundo. ¿Por qué esa reacción tan brutal, esa fobia milenaria?
Los cuentos infantiles han contribuido más que cualquier lobo agresivo a definir el mito. Por mucho que les temamos, por mucho que pensemos que encarnan lo contrario de la civilización, lo cierto es que los lobos no nos comen. O, al menos, no más que cualquier animal salvaje con la fuerza y la capacidad para hacerlo. Los cazadores-recolectores nativos norteamericanos convivieron durante siglos con manadas de lobos que nunca les atacaban. Los lobos se volvieron recelosos cuando empezaron a ser diezmados por los colonos occidentales y respondieron primero con miedo, y luego con agresividad, a la amenaza de exterminio. Hoy en día, los lobos nos temen, y con toda la razón. Somos, todos los humanos, cazadores potenciales. De nosotros sale el fuego que les mata. Y responden escondiéndose.
Por mucho que digan Caperucita y los tres cerditos, los lobos no rondan nuestras casas de noche para comernos. Son tímidos, poco sociables. Han aprendido a mantener las distancias con nosotros para sobrevivir. Aunque no todos son así. Algunos no nos temen. Algunos llevan dentro una curiosidad más fuerte que su miedo y se acercan a nuestras casas. Pero no para acecharnos, ni para robarnos la comida. Algunos se acercan a nosotros ofreciéndonos bostezos y reverencias amistosas. Algunos sonríen de soslayo y estiran las patas delanteras. Algunos aúllan de puro júbilo cuando nos ven porque lo único que quieren es jugar. Este libro cuenta la historia de uno de esos lobos sociables, un lobo negro que vivió a las afueras de Juneau, la capital de Alaska, en la primera década del siglo XXI, y cuya turbadora cercanía creó un vínculo emocional muy fuerte con las personas que lo trataron y acabó convirtiéndose en un icono de la ciudad y en un ejemplo de la posibilidad de interacción pacífica y amistosa entre un carnívoro enorme y salvaje en libertad y los seres humanos con sus animales domésticos.
Este lobo negro dividió y unió a la comunidad. Se hizo famoso. "En sus movimientos había una exuberancia artística que trascendía el mero juego. Aquello se parecía más a una celebración. O a un baile". La gente iba a verlo con sus perros. Él se acercaba, jugaba con ellos. Era casi el doble de grande que la mayoría de labradores y terriers y transmitía una sensación de calma y seguridad hipnotizadora. Avivó el debate sobre la relación entre los lobos y las personas en una ciudad donde, de madrugada, osos negros de quinientos kilos se pasean con frecuencia a pocos metros de las oficinas del Senado. Ciertas personas empezaron a hablar de amistad. De la turbadora humanidad de sus gestos. De las emociones que les generaba su cercanía. De la dificultad de explicarlas, de poner palabras a lo que sentían cuando el lobo los miraba a una distancia de seis metros y el láser de sus ojos imperturbables les traspasaba sobrecogiéndolos.
Nick Jans sintió todo eso y mucho más. Estuvo en contacto con el lobo negro durante siete años y aprendió a disfrutar de su compañía y a buscar las palabras que pudieran reflejar esa relación tan llena de significado. El resultado es este libro. Esta historia de amor y dolor de un ser humano por un animal salvaje que, en contra de lo que muchos han aprendido a pensar, lo único que anhelaba era la compañía de los seres humanos y sus perros. Este libro derriba mitos sobre la frontera entre el mundo salvaje y la civilización y es capaz de hacernos llorar por la suerte de un animal que desde tiempos inmemoriales hemos asociado al terror. Este libro es una historia de amor por un animal extraordinario. Te deja con la piel de gallina. Nunca volverás a mirar a un lobo de la misma manera.
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