viernes, 6 de octubre de 2017

EL CUENTO DE LA CRIADA

Veo gente a la que le quitan su casa y se quedan vagando a merced de la caridad de sus familias. Gente apaleada por los que han jurado protegerla. Gente sangrando en las noticias. Gente sin recursos, sin trabajo. Gente ahogándose en el Mediterráneo mientras los que nos gobiernan los miran, indiferentes, desde la seguridad de la costa. Gente que no conozco. Siempre es otra gente. Gente de la que oigo hablar. Existen solamente a través de las palabras o las imágenes y esa distancia me mantiene a salvo. Si nunca le pasa nada verdaderamente malo a alguien conocido, ¿por qué habría de pasarme a mí? 

Gracias a esta falsa sensación de invulnerabilidad, construida a base de décadas de vivir sin grandes sobresaltos, los que construyen las sociedades totalitarias van estrechando el cerco a la libertad de la gente sin que esta se percate. Con la cautela de un felino. Acechando la oportunidad. Sin perder de vista ni un solo segundo el único objetivo. Hasta que muerden la presa y después, tras el shock inicial, la violencia es sustituida por la amenaza y en poco tiempo la represión se convierte en norma, en hábito. El agua de una bañera calentándose despacio. Y tu cuerpo dentro, sin notar nada hasta que ya se ha quemado.

Así empieza esta novela distópica, digna compañera de clásicos del género como 1984, Un mundo feliz o Fahrenheit 451. El cuento de la criada es la historia en primera persona de una mujer convertida en "recurso nacional", en un vientre recluido en una habitación con el único objetivo de ser sembrado por su dueño. Encierro. Sofoco. No pensar, la disciplina de no pensar para sobrevivir. Mantener a raya a los recuerdos. Cautela. Silencio. Calcular las miradas, las palabras. Las distancias. Aprender a controlar el tiempo, los largos paréntesis de nada. Vivir en frases cortas. En respiraciones. Amoldarte al sonido blanco. Domar la desesperación, las garras de la desesperación acercándose a tu garganta como un animal hambriento. Sentirte vacía. Otra vez. Otro día. Desposeída de ti.

Es un libro desolado y fiero. Tenaz en su derrota. El monólogo lírico y lacerante de una mujer que no se rinde, aunque se pliegue. Que esconde su nombre, el nombre de su vida anterior que le robaron para someterla, como un tesoro enterrado al que algún día podrá volver. Cree en la resistencia de la misma forma en que cree que no puede existir oscuridad sin luz. Y se endurece. Se repliega. Finge ser invulnerable, se va cada vez más lejos dentro de sí misma para que ningún golpe, ninguna humillación la alcance. Y aun así, su cuerpo sigue vibrando. Como el sonido de un dedo deslizándose por el borde mojado de una copa. Un cuerpo que se defiende y se revuelve y grita todos los días que está vivo, que arde, que desea y que necesita liberarse. 

La necesidad de recordar, de sostener los rostros queridos en la memoria y contemplarlos largo rato en la quietud de la noche. Y la imposibilidad de hacerlo. Los recuerdos se mueven, se borran, se prenden fuego en tus manos y te queman los dedos con un sentimiento de pérdida insoportable. Y aun así, la necesidad de recordar. Recordar como resistencia. Como supervivencia. 

Esta historia es terrible. Para muchos, sin duda, inimaginable. Sin embargo, no contiene ningún elemento que no haya sucedido alguna vez en la historia. Todos los horrores descritos aquí son una síntesis de los provocados por regímenes totalitarios reales, la mayoría de ellos inspirados en hechos ocurridos en el siglo XX en Alemania, Rusia, Irán o Afganistán. Y también, y en especial, esta historia se basa en la religión como dictadora de normas sociales que controló la vida cotidiana en los Estados Unidos en el siglo XVII, con sus cazas de brujas, sus rituales y su violencia diaria. La religión como ideología represora, y, sobre todo, como arma para someter, humillar, encerrar y anular la voluntad de las mujeres.

Todo esto, en esencia, ya ha sucedido.
Por lo tanto, ¿quién nos dice que nunca podría volver a suceder? 



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