Temer los cuchillos, increpar a la muerte que deja surcos de odio en aquellos que se atreven a nombrar el amor.
Cantar canciones en voz baja, canciones que conjuren la desgracia. Cantar a los caballos que lloran, a los caballos que sangran, a la luna que refleja los puñales de plata.
Esperar. Como mujer, esperar. A que los hombres recuperen la cordura, o la decencia. A que el río baje por una vez con agua y no con sangre. A que la muerte se olvide de cubrir con sus flores el futuro de su único hijo, y deje "para el amor la rama verde".
Bodas de sangre parece una tragedia griega. Es violenta, salvaje, sus pasiones se han alejado tanto de cualquier realidad cotidiana nuestra que ya parecen mitos, y con esa potencia atemporal nos llegan, como si fueran fuerzas de la naturaleza, tornados, ciclones, terremotos, un torrente imparable de aflicción y violencia que, generación tras generación, arrolla a sus lectores y espectadores con su música, sus rimas y sus símbolos.
Hay algo en esta obra que hipnotiza. Quizá sean las rimas, el ritmo musical de las imágenes poéticas que reconforta al mismo tiempo que inquieta. Son nanas premonitorias. Por mucho amor que encierren las voces que las cantan, los caballos lloran y la luna sangra y los puñales de plata brillan en la noche esperando su momento. Puñales de plata que apenas caben en la mano pero que saben encontrar su camino "por las carnes asombradas", allí "donde tiembla enmarañada la oscura raíz del grito".
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