No me gusta la poesía que se esconde en las banderas, la inflamación de un orgullo que discrimina las caricias.
No me gusta la poesía que se vocea en las calles, la que levanta los ánimos como si fueran barricadas.
No me gusta la poesía consumida como droga por todos aquellos que necesitan sentirse víctimas de su insatisfacción.
No me gusta la poesía como arma, la poesía como tirita, la poesía como voz que se niega a escuchar mientras canta.
Prefiero el silencio. Acariciar la posibilidad de una metáfora mientras el cielo se oscurece y los árboles se inclinan sobre el agua. Despertar con un pájaro en la ventana, la cortina blanca meciéndose levemente como una bandera de paz que se despereza, un papel en blanco con toda una vida por delante. Abrir un libro o abrir el piano y sentirme vivo en el silencio que precede a la primera frase o al primer acorde. Prefiero una palabra que quepa en la mano abierta y sirva para dibujar una sonrisa en cualquier boca. Una palabra que salte cualquier muro y se niegue a existir si no incluye a su contraria. El placer de cantar en un idioma que desconozco mientras escucho cómo la palabra otoño se convierte en oro o en hielo según la compañía que la rodee. Ese placer. El del descubrimiento. El que desmonta barricadas y deja el corazón desnudo y palpitante, y, al mismo tiempo, invulnerable.
Edith Södergran (1892-1923) ha sido mi último descubrimiento poético. Y su poesía completa, recién editada por la editorial Nórdica con el primor que le caracteriza, ha sido estos días para mí como un regalo inesperado que un desconocido hubiera dejado para mí, bellamente envuelto, sobre mi mesilla de noche. Acaricio las tapas del libro como quien protege un tesoro de los vaivenes de un clima hostil. Esta poeta fino-sueca me ha deslumbrado con sus imágenes modernistas y su franqueza tan actual. Me ha dicho muchas cosas en el silencio de las mañanas soleadas de este otoño que se resiste a dorar las hojas de los árboles. Muchas cosas con pocas palabras. Pinceladas de un mundo cuya belleza evanescente es capaz de pisar con firmeza el suelo de sus convicciones y decirlas en voz alta sin titubear.
Gente,
no coleccionéis oro y piedras preciosas:
llenad vuestros corazones con un anhelo
que arda como carbón incandescente.
Me gusta la poesía que no sabe de patrias. Edith Södergran nació en San Petersburgo, en su casa hablaba sueco y estudió principalmente en alemán. Lo perdió todo en la revolución rusa y, aunque Finlandia fue su hogar adoptivo, no le daba mayor importancia a su identidad geográfica. Buscó la felicidad a través de una poesía filosófica que bebe del simbolismo y del modernismo, y que llega a nuestra sensibilidad un siglo después como recién estrenada, recién bruñida, lista para cantarse y contemplarse en su desarmante modernidad.
Gente,
no coleccionéis oro y piedras preciosas:
llenad vuestros corazones con un anhelo
que arda como carbón incandescente.
Me gusta la poesía que no se conforma con la forma de un verso, con una imagen que sorprenda. La poesía capaz de lanzar una idea que pueda volar y volar en mi mente durante mucho tiempo, una llama tenue y tenaz que prenda en mi imaginación y se quede ahí, alumbrándome el camino.
Regalad a vuestros hijos una belleza
que el ojo humano no haya visto,
regalad a vuestros hijos una fuerza
que vuele las puertas del paraíso.
Si el paraíso es la meta, si la felicidad el objetivo, quizá no valga con llegar a él y quedarse. Quizá lo importante es descubrir qué hay más allá, al otro lado de su puerta.
Regalad a vuestros hijos una belleza
que el ojo humano no haya visto,
regalad a vuestros hijos una fuerza
que vuele las puertas del paraíso.
Si el paraíso es la meta, si la felicidad el objetivo, quizá no valga con llegar a él y quedarse. Quizá lo importante es descubrir qué hay más allá, al otro lado de su puerta.
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